Por Paco Gómez Escribano.
Ilustración de Rosa Romaguera.
Buscarse la vida es agudizar el ingenio y, aunque lo hagas, no estás libre de que la vida se te venga encima y te aplaste como si te hubiera pasado por encima un trailer cargado de piezas de acero. En el barrio había que tener cuidado.
Cuidado con la pasma.
Cuidado con los que mandaban.
Cuidado hasta con los jodidos colegas envidiosos.
A veces utilizabas las piernas para patear. Otras, para correr y evitar que te las partieran. Dicen que el cerebro está para pensar, pero a veces el cerebro se desconecta, sobre todo cuando tienes un monazo del quince y te metes un buco de jaco de sospechosa procedencia, porque hasta para eso tienes que tener cuidado, no sea que te den caballo adulterado y acabes tirado en una acera oliendo a carne podrida.
El Viky no era más tonto ni más listo que cualquiera de los chavales del barrio. Estaba enganchado, como todos, pero se buscaba bien la vida. Se apoyó en la pared frente al banco Central de la calle Etruria y encendió un pitillo. Había que esperar a la pardilla. En este tipo de trabajos era más fácil que la víctima fuera una mujer que un hombre. Tras media hora de espera, su colega el Mono, que paseaba inquieto por la acera de enfrente, le hizo una seña que en el lenguaje de signos venía a significar: «¡estoy hasta los huevos! ¿Cuánto tiempo más vamos a estar aquí, joder? ¡Tengo que meterme!».
El Viky le contestó utilizando el mismo canal de comunicación: «¡Te jodes, maricón! Si no quieres dar el palo, te jodes y te abres, pero a mí no me toques más los huevos».
El otro entendió perfectamente y tras pensárselo unos segundos decidió quedarse. El Viky encendió otro cigarro justo cuando una mujer aparcaba un R-12 frente al banco en doble fila. Tiró del freno de mano, apagó el motor y salió del coche con el bolso en la mano. Echó la cerradura y se dirigió al banco. El Mono sonrió al Viky desde la acera de enfrente, dejando ver una fila irregular de piños ennegrecidos por la mala vida.
-Sí, gilipollas, sí, es la pardilla -masculló el Viki escupiendo la colilla del cigarro.
El Mono se dirigió hacia el coche, extrajo del bolsillo de su pantalón de pitillo un estilete automático y lo hundió en el neumático trasero del lado del conductor. Tenía que ser ese y no otro, ya lo sabía de otras veces. Después volvió a su puesto.
Cuando la mujer salió del banco, aún iba guardando la cartilla gris, de la que sobresalían unos billetes nuevos, en su bolso. Abrió la puerta del coche, tiró el bolso hasta el asiento del copiloto, montó, cerró y arrancó. Encendió la radio antes de meter primera. El locutor se quejaba de la inseguridad ciudadana y de lo poco que hacía el Gobierno para acabar con las bandas de delincuentes que poblaban los barrios de la periferia.
El R-12 empezó a andar y ella notó algo raro. Al coche le costaba avanzar. Aun así giró por la calle Troya, pensando que quizás debería llevarlo al taller para que le hicieran una revisión.
-¡Esta tía es gilipollas! -gritó el Mono-. ¿Pero es que no se cosca de que lleva la rueda pinchá?
-¡Calla, coño, que parece que vas anunciando el palo en voz alta! -gritó el Viky-. ¡Calla y corre, que se nos escapa la pardilla!
Ambos doblaron la esquina y empezaron a caminar a paso ligero mirando para todas las direcciones. Sus cuerpos, escuálidos, eran como dos juncos que hubieran cobrado vida. El Viky cruzó la calzada en diagonal para cambiarse de acera. Los dos siguieron caminando deprisa, como dos lobos acechando a una presa.
La mujer, finalmente, ante la negativa del coche a circular normalmente, paró y bajó con la esperanza de descubrir la causa del anómalo comportamiento del vehículo.
Que el Viky caminara por la acera de la izquierda no era un hecho elegido al azar. De los dos, era el que tenía una fisonomía más presentable. El Mono daba miedo hasta a su madre. Sonrió a la mujer, procurando aparentar naturalidad.
-Tiene una rueda pinchada, señora -le dijo a la dueña del coche con la mejor de sus sonrisas-. Es la de atrás -continuó la farsa señalando la rueda.
-Es verdad -dijo la mujer, que ya veía al joven rubio cambiándole la rueda, porque ella en cuestión de gatos y de tuercas…
Se agachó para comprobar el estropicio. En ese momento, el Mono abrió la puerta del copiloto, en el lado contrario al que se encontraba la mujer, y se hizo con el bolso. Echó a correr calle abajo perseguido por el Viky.
La mujer no se dio cuenta inmediatamente de la argucia de los dos chavales para robarle el bolso, pero cayó en la cuenta de lo ingenua que había sido antes de que ellos doblaran la esquina de Troya con Ilíada y empezó a gritar.
-¡Socorro, me han robao el bolso, me han robao el bolso! ¡Al ladrón, al ladrón!
Mientras gritaba tirándose de los pelos, una mujer y un hombre, ambos de mediana edad, se acercaron para socorrerla.
-¿Dónde está la Policía cuando se la necesita?
-Yo soy policía -dijo el hombre- y he visto lo que ha pasado. No se preocupe.
El policía, que en ese momento no estaba de servicio, echó a correr detrás de los dos yonquis, que parecían estar haciendo la prueba de los cien metros en las olimpiadas, solo que en la calle Ilíada.
-¡Alto, Policía! -gritó. Y en ese momento echó de menos su pistola reglamentaria.
El Mono se agarraba al bolso de la mujer como si fuera la última cosa que le enganchara a la vida. El Viky solo pensaba una cosa: «¡Corre, corre…!».
La fatalidad, desde la perspectiva de los dos yonquis, hizo que un coche zeta saliera de la calle Lucano y doblara por Ilíada frente a ellos. Lo rebasaron. Fue una bendición, sin embargo, para el policía fuera de servicio, que ya iba con la lengua fuera como consecuencia de la persecución. Blandió su placa a los compañeros que, tras una breve explicación telegráfica, comprendieron la situación. Entre que el hombre se montó en la parte de atrás del coche y que tuvieron que maniobrar para tomar el sentido contrario, los delincuentes cobraron cierta ventaja. Doblaron la esquina de Ilíada con Las Musas, y conscientes de esa ventaja decidieron actuar. Aunque pueda parecer ciencia ficción a los ojos de un profano, en menos de un minuto el Viky abrió un catorce-treinta con una tonta, tiró de los cables de debajo del volante y le hizo el puente. Cuando salieron a toda velocidad, el coche patrulla estaba casi pegado a ellos.
-¡Alto, Policía! ¡Alto o disparamos! -escupía el altavoz del coche zeta.
El Mono respondió sacando medio cuerpo por la ventana del copiloto y, empuñando un revólver, precisamente sustraído a un policía en un robo, empezó a disparar.
Una huida a tiro limpio. El vehículo de la Policía zigzagueó, rozando sus laterales con las dos filas de coches, pero aun así, el policía que iba de copiloto respondió a tiros con su arma reglamentaria. El Viky pisó el acelerador a fondo y dio la curva de la iglesia en dos ruedas, cobrando una relativa ventaja. El policía avisó por radio de las incidencias. No hizo falta dar una descripción detallada de los delincuentes. El Viky y el Mono eran más conocidos en el barrio que el bigote de José María Íñigo en televisión.
-¡Dale, caña, Viky, dale caña, que nos fríen!
-¿Qué crees que estoy haciendo, capullo?
–Mecagüen la hostia, tronco, qué puta mala suerte -dijo el Mono mientras sacaba la cartilla del banco del bolso de la pardilla-. ¡Joder, la pava ha sacado cien talegos, colega! ¡Cien talegos!
-Sí, de puta madre, pero ahora tenemos otro problema. Los maderos habrán llamao por radio y a estas horas seguro que toda la pasma de San Blas sabe que vamos en un catorce-treinta rojo, que hemos atracao a la pava y que hemos salido de najas a tiros. ¡Su puta madre, qué puta mala suerte, joder!
-¡Dale, caña, Viky, dale caña, que nos joden!
En las proximidades de la calle Boltaña, otro coche patrulla giró desde una bocacalle situándose justo enfrente del catorce-treinta. El Mono disparó y la luna delantera del coche zeta saltó por los aires en mil pedazos. Después, aún tuvo tiempo de girar el brazo ciento ochenta grados y disparar las últimas balas sobre el coche que les perseguía.
-¡Mecagüen la hostia, nos hemos quedao sin balas, tronco! ¡Su puta madre!
El Viky se abalanzó sobre el coche que venía de frente. Estuvieron tan cerca, que pudo ver la «cara de acojone» de los dos policías antes de hacer un trompo y esquivarlos, introduciéndose por una pequeña calle que iba a dar a la Avenida de Aragón.
-¡De puta madre, tío, de puta madre! -exclamó el Mono bañado en adrenalina.
El Viky pisó el acelerador saltándose todos los semáforos hasta el desvío de la carretera de Barcelona. Tomó la autopista.
A esas horas, las emisoras de la Policía echaban humo. El comisario de San Blas, un hombre ya entrado en la sesentena y al que las bandas de delincuentes le estaban dando más disgustos que un hijo en paro, sudaba como si estuviera en pleno desierto. Se encontraba solo en su despacho, pero sus voces se escucharon hasta en el mercado, situado frente a la comisaría.
-¡Me cago en mis muertos! ¡Hijos de la gran puta! ¡Hijos de perra!
No se lo pensó dos veces. Marcó el número de un despacho de la Comandancia de la Guardia Civil de San Fernando de Henares. Mantuvo una breve conversación con su interlocutor, un viejo amigo.
-¡Me tienen hasta los huevos!
-¿Estás seguro de lo que me pides?
-¡Sí, joder, sí! ¡A matar!
Colgó el teléfono, se secó el sudor de la frente y echó un trago de la petaca de coñac que escondía en el cajón de su mesa.
-¡Hijos de perra! -bramó-. ¡Hijos de perra!
En la carretera de Barcelona, a la persecución se sumaron otros dos coches de Policía. Ya no había intercambio de disparos, estos iban en un solo sentido. La carrocería del catorce-treinta iba pareciéndose cada vez más a un queso Gruyer.
-¡Deprisa, deprisa, Viky!
-¡Cállate ya, cojones, que me tienes hasta el nabo!
Los dos yonquis iban sorprendentemente ilesos.
Fue el Mono el primero que los vio. Apostados en el puente de San Fernando y empuñando metralletas, un grupo de guardias civiles distribuidos estratégicamente los estaba apuntando.
-¡La hostia, tío, la hostia!
-¿Y ahora qué coño te pasa?
-¡Los picoletos, tío, en el puente! ¡Me cago en su puta madre! ¡Para, para, tío!
-¡La madre que los par…!
Las ráfagas sonaron como un estallido de esperanzas mudas. Los guardias acribillaron al catorce-treinta que, tras serpentear por los dos carriles como una marioneta sin control, dio varias vueltas de campana y saltó por encima de los guardarraíles de la carretera.
Después, el silencio.
Tras quince minutos, las sirenas de las ambulancias, las de varios coches más de la policía y de la guardia civil parecían querer romper la barrera del sonido.
El barrio está como siempre. El fracaso está impreso en cada esquina. Es primavera, pero lo único que florece por cada calle es la tristeza. La esperanza se esconde por las rendijas de un asfalto que cruje a cada pisada, que asesina sin tregua cada suspiro y levanta aromas de rosas de espinas.
En el barrio, el amor está en cada esquina, debajo de una farola del parque donde dos yonquis se abrazan porque no hay nada a lo que aferrarse, salvo a la esperanza dormida que generan las dudas. Es temprano, ya ha amanecido. Sentado sobre el murete que rodea un sucio parterre lleno de botes de cerveza y chutas usadas, el Viky los mira desde la tranquilidad que le otorga el chute que acaba de meterse con el dinero de una sirla que ha dado en el Metro. Ha pasado un año desde que el Mono murió desangrado como un perro en la cuneta de la carretera de Barcelona. A él le ha quedado como recuerdo una cicatriz que baja como un meandro enloquecido desde su ojo derecho hasta debajo de la nuez. Se libró por los pelos. Cuando se mira en el espejo ve a un monstruo con la cara deformada. Si habla, la gente le mira como si fuera un despojo.
Está muy desmejorado.
Tanto, que ya no puede buscarse la vida como antes.
Tanto, que ha tenido que hacerse confite de la pasma para asegurarse algunos chutes.
Tanto, que cualquiera de los manguis del barrio le da una paliza de vez en cuando por chivato.
El Viky se levanta y camina. Desde el incidente también arrastra una pierna. Los yonquis que un minuto antes se estaban besando bajo la farola ahora se pelean. Ella le dice a él algo muy feo y él la abofetea. El Viky no hace caso, continúa andando. Se lleva la mano a la cintura y palpa la culata de una pipa robada la noche anterior en un bar de la calle Amposta. En el bar venden cervezas, vinos, heroína y sí, también pipas.
El Viky vuelve al banco Central, el mismo en el que empezó la ruina de su vida. Esta vez no va a esperar a una pardilla. Entra en el banco y apunta a todo el mundo.
-¡Esto es un atraco y al que se mueva le reviento los sesos! ¡Que no se mueva nadie que estoy mu loco!
Lo dice con una voz tan rasposa y cómica que los clientes y los empleados no saben si tomárselo en serio. Él lo sabe, por eso dispara al techo. En el banco se forma el caos. Las mujeres gritan, los niños lloran, los hombres no saben muy bien que hacer. Uno de los cajeros pulsa un botón de alarma con el pie.
-¡Mecagüen mi puta calavera! -masculla el Viky.
Vuelve a disparar al techo.
Vuelven a llover esquirlas de yeso.
-¡Al suelo, joder, todos tumbaos en el suelo o monto aquí una masacre! -grita.
Luego se dirige al cajero más próximo, le pone el cañón de la pipa en la frente y le exige que le dé el dinero en una bolsa. Antes de que el cajero diga nada, se escuchan las sirenas de la Policía. En menos de dos minutos, la puerta de entrada se llena de coches zeta y de policías.
-¡Tú, pringao, vas a salir ahí a la puerta y les dices que como intenten entrar me cargo a to la peña! -le dice al aterrorizado cajero-. ¿Te coscas?
-¿Yo…? Pero, pero…, oiga…
-¡Que salgas, hijoputa!
El cajero hace acopio de valor y sigue las instrucciones. El Viky le lleva hasta la puerta apuntándole por la espalda.
El cajero grita nervioso a la Policía dando el mensaje. Los dos vuelven a entrar caminando hacia atrás.
Un policía habla por un megáfono.
-¡Salga con las manos en alto, está rodeado! ¡Si sale ahora, no le pasará nada! ¡No haga ninguna tontería y todo saldrá bien!
El Viky mira hacia afuera. Apunta a toda la pasma a través del cristal. Está jodido. Lo que le faltaba ahora es ir al trullo, otra vez.
No lo soportaría.
No, otra vez no, y más en el estado en que se encuentra. No podría defenderse.
No, no lo soportaría.
Guarda la pipa entre los riñones y el pantalón vaquero. Levanta las manos y se dirige hacia la puerta. La abre, despacio, y sale a la calle.
-¡Muy bien, chaval, muy bien! -dice el policía del megáfono- ¡Estás haciendo lo correcto! ¡Ahora, despacio, muy despacio, túmbate en el suelo boca abajo con las manos en la nuca! ¡No hagas ningún movimiento extraño!
El Viky obedece con una tranquilidad muy extraña. inicia el movimiento para tumbarse.
Pero solo se agacha.
En ese momento saca la pipa y se lía a tiros.
-¡Hijos de perra, pudriros conmigo en el infierno!
Son sus últimas palabras.
¡Pam, pam, pam…!
El cuerpo del Viky yace en la acera destrozado sobre un charco de sangre. Se ha casado con la muerte a la edad de diecinueve años. Los dos policías que se ha llevado por delante ya estaban casados. Sus mujeres han pasado al estado de viudedad por obra y gracia de la desesperación de un yonqui enloquecido. A sus hijos huérfanos les contarán el día de mañana que sus padres fueron héroes.
A los cincos días, una mujer de unos sesenta años vestida de negro derrama amargas lágrimas bajo un nicho de alquiler en el cementerio de la almudena. Deposita una rosa en el frontal de un nicho en el que se puede leer: «Víctor Santos Espinosa, 1966-1985. R.I.P».
El Viky era el más pequeño de sus seis hijos. Ahora ella está sola. Todos sus hijos han ido muriendo en atracos, en la cárcel o en las aceras con una jeringuilla clavada.
Sus hijos no han muerto en una guerra en la que se lucha por unos ideales.
Sus hijos han muerto en una guerra encubierta, una guerra sucia, una guerra en la que se muere sin dignidad, sin honor. Una guerra oscura y no declarada que todavía no ha terminado. Habrá más bajas, pero ya no serán de su estirpe. Su estirpe ya ha entregado toda la sangre que podía.
La mujer se aleja del nicho con los ojos resecos.
El manantial de sus lacrimales ha tocado fondo.

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