Un “Carpaccio” y un “Bellini”
Milagrosamente Rocco Scotta, pudo evadirse de los matones de los Lucchese que lo buscaban y, para salvar su vida, hizo un trato con el F.B.I. e ingresó al programa de protección de testigos. Sus declaraciones ante el Fiscal de Distrito, generaron una investigación primero, y una acusación después, contra Rino Mancuso, jefe de la familia Lucchese.
Dado que las actuaciones de la Justicia se sustentaban en los dichos de Scotta, la reacción inmediata de Mancuso fue querer eliminar a Rocco. Generalmente el programa que protege a los delincuentes arrepentidos se ocupa de ocultar al testigo para salvaguardar su vida. Fue lo que ocurrió con Scotta. De la noche a la mañana el antiguo lugarteniente de Rino se había evaporado, pero una buena cantidad de dólares, depositados en las manos correctas lograron lo impensado. Rocco, estaba alojado en un hotel cercano a Harlem, sobre la avenida Columbus. Según pudo saberse, compartía un cuarto ubicado en el segundo piso, con un agente del F.B.I. y además estaba vigilado permanentemente por otros agentes desde la habitación contigua.
Develado el misterio de su ubicación, quedaba por definir quién sería el encargado de ultimarlo, lo que de por sí era casi una tarea suicida. Ninguno de los muchachos de Mancuso podía hacerlo dado que todos eran muy conocidos por los agentes.
La idea del jefe mafioso era que el asesinato de Scotta fuera lo más silencioso y preciso posible. No quería engrosar la lista de cargos con los que la Justicia le había acusado, y tener que responder también por la muerte de algunos agentes federales.
Lentamente, comenzó a sonar un nombre en la mente de Mancuso. Existía una persona capaz de hacerse cargo del trabajo. Estaba radicada en Boston y su nombre era Juan Fisher. Se trataba de un veneciano que arribó a Estados Unidos hacía aproximadamente veinte años, llamado Sebastiano Licinio pero que luego cambió su nombre por el de Fisher.
Generó su reputación realizando trabajos de “limpieza” para todas las familias de Nueva York y tenía fama de efectivo y reservado, aunque bastante sádico y sanguinario, cuando la ocasión lo permitía. Se contaba en las calles que disfrutaba mutilando a sus víctimas y había quienes afirmaban que también, muchas veces, les comía un trozo de carne mientras aún estaban vivos. Fábula, fantasía o sólo morbo, Mancuso se convenció que era la persona que precisaba.
Cuando John lo vio entrar se puso tenso. No le gustaba ese sujeto. La iba de tenebroso y lo era. Vestía su infaltable gabardina que usaba cualquiera fuera el clima y no se desprendía de su sombrero, estilo años cuarenta, que hábilmente lo empleaba para embozarse el rostro. Poseía facciones angulosas, mentón afilado, ojos hundidos, huidizos, evasivos, embusteros. Lucía una piel muy blanca, casi enfermiza, y una calva incipiente que ocultaba con un trabajoso peinado que pretendía, infructuosamente, ocultarla. Trataba de darse un toque de respetabilidad y elegancia utilizando ternos de muy buena confección aunque todo el conjunto anunciaba que era una persona para evitar.
John conocía su historia y hubiera preferido que fuera al Harry´s Bar en el Hotel Park Lane en Central Park, pero el insistía en volver. Decía que el Carpaccio y el Bellini del Dempsey son muy superiores a los de aquel lugar, a pesar de toda su historia. Esto halagaba a John, pero no le causaba gracias tener que prepararlo para tipos como ese. Al verlo ingresar le dijo inmediatamente a Fat Baby:
—Pon atención, no lo pierdas de vista.
—¿Puede haber jaleo?
—No lo creo pero a este fulano le gusta comer carne cruda, ¿No te parece que es para tener cuidado?—John hizo una media sonrisa y agregó—, luego te cuento, quédate cerca.
—Ok. John, no me muevo.
Cuando John regresó junto a su amigo, Fisher estaba sentado a la barra aguardándolo.
—Señor Fisher, que sorpresa usted por aquí—dijo fingiendo cordialidad.
—Hola, John. El gusto también es mío—replicó con sarcasmo.
—¿En qué lo puedo ayudar?
—Te agradecería me ubicaras en una mesa un tanto apartada. Tengo una reunión en algunos minutos y necesito reserva. ¿Puede ser?
—Con todo gusto, sígame.
El barman dio un rodeo para pasar al otro lado de la barra y condujo al singular individuo a la zona de los reservados.
—Aquí estará tranquilo. ¿Qué desea que le sirva?
—Lo de siempre John. ¿Lo recuerdas?
—Por supuesto. Un Carpaccio y un Bellini, al estilo del Harry’s Bar de Venecia.
—Correcto. Con eso será suficiente.
—Muy bien, ya lo traemos.
Luego de dar las directivas en la cocina para que prepararan el Carpaccio como le gusta al señor Fisher, John regresa junto a Fat Baby y se dispone a realizar la mezcla del prosecco y la pulpa de durazno para el “Bellini”. Mientras los hace, comienza a relatarle a su amigo parte de la historia que todos en el hampa conocen, y que pinta de cuerpo entero al siniestro visitante de esta noche:
—Se cuenta que vino fugado desde Venecia y que aquí se cambió de nombre. Lo conocí en el Harry’s Bar de Venecia, cuando Giuseppe Cipriani empezaba a hacerlo famoso y yo comenzaba a dar mis primeros pasos en la mixología. Cipriani acababa de inventar este trago—dijo, señalando el Bellini— y entre los habituales concurrentes del bar se encontraban: Hemingway, Orson Welles, Truman Capote, pero también el señor Fisher.
Siempre fue algo extraño y de hábitos poco convencionales. El plato más célebre del Harry’s era y es el Carpaccio, es decir carne cruda con una salsa deliciosa. Fisher se hizo adicto a él. Siempre que nos visitaba pedía lo mismo: carpaccio con un Bellini, como acaba de hacer esta noche. Cuentan que se ganaba la vida como actor y era muy hábil con el maquillaje. Podía asumir cualquier papel y caracterizarse magistralmente. Te contaba que tuvo que huir de Venecia. Le adjudican un crimen macabro. Asesinó a su novia, y muchos afirman que se comió una parte de su mejilla. Fue por eso que te comenté que le gusta la carne cruda. En parte por el Carpaccio y en parte por ese asesinato. Huyó de Venecia hacia Génova, tomó el primer vapor rumbo a cualquier lado y recaló en Nueva York. Se cree que pudo embarcar gracias a un muy buen disfraz.
El resto de la historia ya te lo puedes imaginar. Fue sicario de todas las familias de la Cosa Nostra. Cierta noche, con muchos tragos arriba, se sinceró con algunos de los muchachos de los Genovese. Ellos dicen que en esa oportunidad confesó que mató a su novia pues sostenía que ella, nunca debió enamorarse de alguien como él. Tal vez sea verdad o simplemente una leyenda de los bajos fondos. ¿Quién puede saberlo?
John detuvo su relato. Por una de las puertas laterales del Dempsey acababa de ingresar Luciano Mancuso, hijo de Rino. Desde lejos miró a John y este, con un movimiento de cabeza, le indicó que a quién buscaba se encontraba en los reservados. Le agradeció levantando el pulgar de la mano derecha y hacía ese lugar se encaminó.
—Ya está claro a qué se debe la presencia de Fisher—dijo con pesadumbre.
Fat Baby lo miraba extrañado. No acababa de comprender que era lo que había ocurrido. Sólo advirtió el cabeceo de John, se había perdido la otra parte del diálogo silencioso.
—¿Qué quieres decir, John?—preguntó extrañado, Fat.
—Nada, amigo, nada. Cuanto menos sepas es mejor—y mirándolo con afecto, agregó—, para ti.
El Hotel Hamilton, sobre la avenida Columbus es un edificio de cinco plantas construido en ladrillos color granate. Su estética se compone de altas ventanas de madera y vidrio, que facilitan el acceso a las escaleras de emergencia, construidas en hierro, que le dan un aspecto de rusticidad y fortaleza. El ingreso al interior del hotel se realiza por una ancha escalera de cinco peldaños que culmina en una puerta doble que se abre a una amplia recepción.
En su interior recibe al pasajero una muchacha que, detrás de un mostrador de material sintético, haces las veces de recepcionista, telefonista y hasta camarera. A su derecha se encuentran los baños y a su izquierda, un pasillo conduce a una pequeña cafetería y en la mitad del mismo, enfrentadas, están las puertas de los dos ascensores que llevan a los pisos superiores.
Es un hotel modesto y limpio que, sin lujos, brinda al viajero todo lo necesario para una confortable estadía. La mayoría de sus visitantes son afroamericanos que se alojan pocos días y generalmente se encuentran en viaje de negocios o trabajo. Son ocasionales los huéspedes que permanecen más de una semana. Esta fue la razón principal por la que el F.B.I. lo seleccionó para ocultar a Rocco, mientras aguarda el día en que será trasladado para prestar declaración. La segunda fue que al estar en medio de una amplia avenida es más fácil vigilar los accesos de entrada al edificio.
Scotta comparte una habitación del segundo piso con uno de los agentes, mientras que otros dos están en la habitación contigua y vigilan alternativamente el movimiento de la calle y el tránsito de pasajeros en el segundo piso.
Todos, el mafioso detenido y los federales, combaten el tedio leyendo, escuchando música o mirando televisión. El grupo pasa los días en una nerviosa vigilia. Los policías, pues saben que en un eventual ataque de los Lucchese exponen su vida y Rocco, por la misma razón.
La avenida Columbus, que une Harlem con Manhattan, canaliza un nutrido tráfico de vehículos y personas. A ambos lados de la calzada coexisten comercios de toda índole. Desde pequeños comedores tanto para los transeúntes ocasionales como para los dependientes que trabajan en la zona, casas de moda o ventas de artículos electrónicos. Al anochecer, cuando el movimiento mengua, los sin hogar, junto a sus carros cargados con las pocas pertenencias que le quedan, más sus raídas frazadas y su fardo de cartones, se preparan para pasar la noche. A este grupo de desterrados se unió el señor Fisher, muy bien caracterizado, con pelo largo y barba rojiza y un gastado sobretodo. Llevaba su cara y sus manos tiznadas, para dar la apariencia de suciedad y abandono. Una precaución especial que tomó para alejar a cualquiera que quisiera entablar conversación. Se ubicó en la vereda de enfrente, bien en dirección a la entrada principal y miraba continuamente la ventana, que está por encima de ésta, para ver cómo se movían sus ocupantes. Así pasó toda la noche, alerta y vigilante. Solo tuvo un incidente a altas horas de la noche cuando una pandilla que se entretenía importunando a los vagabundos que dormían en la vereda, tapados con periódicos y mantas sucias, intentó atacarlo. No necesitó recurrir a la violencia, le bastó exhibir su pistola con silenciador para hacerlos huir. Salvo ese altercado, estuvo tranquilo hasta el amanecer, momento en que se retiró.
A la mañana siguiente, cuando el sol del mediodía caía riguroso sobre la calle, un hombre vestido como operario de alguna empresa automotriz, que portaba un bolso de manos, se registró en el Hamilton. Rentó una habitación por una semana, pagó en efectivo y tomó el ascensor de la derecha del pasillo. Fisher se alojó en un modesto cuarto del tercer piso. Acondicionó prolijamente todos los elementos que había transportado en su bolso y que serían los que utilizaría para concluir el trabajo. Las siguientes cuarenta y ocho horas las dedicó a estudiar los movimientos de los ocupantes del segundo piso.
Con la paciencia de un cazador al acecho se ocupó de verificar una y otra vez los horarios de las comidas, los cambios de turnos, las salidas, esporádicas de los agentes para distenderse dando un paseo por la avenida y los servicios de limpieza. Advirtió que la cena era entregada en el cuarto y era llevada por un camarero quien la recogía de la cocina pues se la dejaban preparada. A esas horas esas dependencias estaban desiertas. Este detalle le permitió elaborar su plan de ataque. Estaba confiado. Conocía de memoria la rutinaria vida de los agentes y su prisionero.
Una vez que tuvo memorizado todo, incluyendo los movimientos de los empleados que frecuentaban los cincos pisos del hotel, decidió que era hora de actuar.
Con pasmosa tranquilidad, disfrutando en el espejo, el proceso de transformarse en el camarero que llevaría la cena a los federales, fue alterando su aspecto y solazándose del placer que la inminente matanza le proporcionaría y, tal vez, el de algún bocadillo que pudiera ingerir.
Diez minutos antes de las veinte horas, portando una bandeja de camarero y vistiendo chaquetilla y pantalón idénticos a los de los dependientes masculinos, bajó hacia la cocina. Coincidió en el vestuario con el mozo de turno a quién puso fuera de combate con un certero golpe en el mentón. Lo amarró y amordazó, ocultando al desvanecido muchacho en uno de los casilleros de artículos de limpieza.
Con su bandeja de metal ingresó a la cocina, retiro lo ordenado por los agentes y tomó el ascensor. Mientras ascendía, puso su pistola con silenciador en la palma de la mano derecha, sobre esta colocó la bandeja y una vez que el ascensor se detuvo, salió al pasillo.
Con los nudillos golpeó la puerta del cuarto en dónde estaban Scotta y su custodio. Le franquearon el acceso al ver que se trataba de la cena. Ingresó. Con la mano izquierda tomó la bandeja y con la derecha disparó la pistola derribando al agente e hiriendo a Scotta en la zona de la clavícula izquierda, quien por la fuerza del impacto cayó pesadamente contra la pared que da a la avenida.
Guardó el arma. Miró a Scotta que había quedado atontado por el disparo y el golpe de su cabeza contra la mampostería. Rápidamente le tapó la boca con cinta plástica. Extrajo de su bolsillo una navaja. Fue rápido e implacable. De dos cortes precisos le cercenó ambas orejas y luego, con sadismo, cortó una porción de una de las mejillas del testigo arrepentido. Del bolsillo trasero de su pantalón sacó un pote que contenía mayonesa elaborada con aceite de oliva, vinagre, mostaza, pimienta y limón, es decir, el acompañamiento ideal para el Carpaccio. Luego le disparó.
No llegó a probar su tan ansiado bocado. El agente, gravemente herido, aun tuvo fuerzas para descerrajarle una bala en la nuca. El personal de la limpieza, a la mañana siguiente encontró tres cadáveres en el cuarto del segundo piso.
Un tiempo después, Mancuso retornó a sus salidas habituales. Como era de esperar volvió a sus veladas en el Dempsey.
John no se sorprendió al verlo. Posiblemente había imaginado cual sería el desenlace de la historia cuando, aquella noche, ingresó el señor Fisher al club. En ese momento, sin saber aún de que se trataba, tomó una decisión. Si las cosas ocurrían como habitualmente sucedía cuando aquel siniestro individuo aparecía, él modificaría el menú del Dempsey.
Al advertir la llegada de Mancuso, le dijo a Fat Baby:
—Oye, Fat, dile a los chicos de la cocina que, desde esta noche, ya no servimos Carpaccio.
Lo que John todavía no sabía era que, desde hacía unos días, el mundo era un lugar mejor.
Héctor Vico.
