Un “Carpaccio” y un “Bellini”. Héctor D. Vico. Relato.

Un “Carpaccio” y un “Bellini”

Milagrosamente Rocco Scotta, pudo evadirse de los matones de los Lucchese que lo buscaban y, para salvar su vida, hizo un trato con el F.B.I. e ingresó al programa de protección de testigos. Sus declaraciones ante el Fiscal de Distrito, generaron una investigación primero, y una acusación después, contra Rino Mancuso, jefe de la familia Lucchese.


Dado que las actuaciones de la Justicia se sustentaban en los dichos de Scotta, la reacción inmediata de Mancuso fue querer eliminar a Rocco. Generalmente el programa que protege a los delincuentes arrepentidos se ocupa de ocultar al testigo para salvaguardar su vida. Fue lo que ocurrió con Scotta. De la noche a la mañana el antiguo lugarteniente de Rino se había evaporado, pero una buena cantidad de dólares, depositados en las manos correctas lograron lo impensado. Rocco, estaba alojado en un hotel cercano a Harlem, sobre la avenida Columbus. Según pudo saberse, compartía un cuarto ubicado en el segundo piso, con un agente del F.B.I. y además estaba vigilado permanentemente por otros agentes desde la habitación contigua.

Develado el misterio de su ubicación, quedaba por definir quién sería el encargado de ultimarlo, lo que de por sí era casi una tarea suicida. Ninguno de los muchachos de Mancuso podía hacerlo dado que todos eran muy conocidos por los agentes.

La idea del jefe mafioso era que el asesinato de Scotta fuera lo más silencioso y preciso posible. No quería engrosar la lista de cargos con los que la Justicia le había acusado, y tener que responder también por la muerte de algunos agentes federales.


Lentamente, comenzó a sonar un nombre en la mente de Mancuso. Existía una persona capaz de hacerse cargo del trabajo. Estaba radicada en Boston y su nombre era Juan Fisher. Se trataba de un veneciano que arribó a Estados Unidos hacía aproximadamente veinte años, llamado Sebastiano Licinio pero que luego cambió su nombre por el de Fisher.


Generó su reputación realizando trabajos de “limpieza” para todas las familias de Nueva York y tenía fama de efectivo y reservado, aunque bastante sádico y sanguinario, cuando la ocasión lo permitía. Se contaba en las calles que disfrutaba mutilando a sus víctimas y había quienes afirmaban que también, muchas veces, les comía un trozo de carne mientras aún estaban vivos. Fábula, fantasía o sólo morbo, Mancuso se convenció que era la persona que precisaba.


Cuando John lo vio entrar se puso tenso. No le gustaba ese sujeto. La iba de tenebroso y lo era. Vestía su infaltable gabardina que usaba cualquiera fuera el clima y no se desprendía de su sombrero, estilo años cuarenta, que hábilmente lo empleaba para embozarse el rostro. Poseía facciones angulosas, mentón afilado, ojos hundidos, huidizos, evasivos, embusteros. Lucía una piel muy blanca, casi enfermiza, y una calva incipiente que ocultaba con un trabajoso peinado que pretendía, infructuosamente, ocultarla. Trataba de darse un toque de respetabilidad y elegancia utilizando ternos de muy buena confección aunque todo el conjunto anunciaba que era una persona para evitar.


John conocía su historia y hubiera preferido que fuera al Harry´s Bar en el Hotel Park Lane en Central Park, pero el insistía en volver. Decía que el Carpaccio y el Bellini del Dempsey son muy superiores a los de aquel lugar, a pesar de toda su historia. Esto halagaba a John, pero no le causaba gracias tener que prepararlo para tipos como ese. Al verlo ingresar le dijo inmediatamente a Fat Baby:
—Pon atención, no lo pierdas de vista.
—¿Puede haber jaleo?
—No lo creo pero a este fulano le gusta comer carne cruda, ¿No te parece que es para tener cuidado?—John hizo una media sonrisa y agregó—, luego te cuento, quédate cerca.
—Ok. John, no me muevo.


Cuando John regresó junto a su amigo, Fisher estaba sentado a la barra aguardándolo.
—Señor Fisher, que sorpresa usted por aquí—dijo fingiendo cordialidad.
—Hola, John. El gusto también es mío—replicó con sarcasmo.
—¿En qué lo puedo ayudar?
—Te agradecería me ubicaras en una mesa un tanto apartada. Tengo una reunión en algunos minutos y necesito reserva. ¿Puede ser?
—Con todo gusto, sígame.
El barman dio un rodeo para pasar al otro lado de la barra y condujo al singular individuo a la zona de los reservados.
—Aquí estará tranquilo. ¿Qué desea que le sirva?
—Lo de siempre John. ¿Lo recuerdas?
—Por supuesto. Un Carpaccio y un Bellini, al estilo del Harry’s Bar de Venecia.
—Correcto. Con eso será suficiente.
—Muy bien, ya lo traemos.


Luego de dar las directivas en la cocina para que prepararan el Carpaccio como le gusta al señor Fisher, John regresa junto a Fat Baby y se dispone a realizar la mezcla del prosecco y la pulpa de durazno para el “Bellini”. Mientras los hace, comienza a relatarle a su amigo parte de la historia que todos en el hampa conocen, y que pinta de cuerpo entero al siniestro visitante de esta noche:
—Se cuenta que vino fugado desde Venecia y que aquí se cambió de nombre. Lo conocí en el Harry’s Bar de Venecia, cuando Giuseppe Cipriani empezaba a hacerlo famoso y yo comenzaba a dar mis primeros pasos en la mixología. Cipriani acababa de inventar este trago—dijo, señalando el Bellini— y entre los habituales concurrentes del bar se encontraban: Hemingway, Orson Welles, Truman Capote, pero también el señor Fisher.

Siempre fue algo extraño y de hábitos poco convencionales. El plato más célebre del Harry’s era y es el Carpaccio, es decir carne cruda con una salsa deliciosa. Fisher se hizo adicto a él. Siempre que nos visitaba pedía lo mismo: carpaccio con un Bellini, como acaba de hacer esta noche. Cuentan que se ganaba la vida como actor y era muy hábil con el maquillaje. Podía asumir cualquier papel y caracterizarse magistralmente. Te contaba que tuvo que huir de Venecia. Le adjudican un crimen macabro. Asesinó a su novia, y muchos afirman que se comió una parte de su mejilla. Fue por eso que te comenté que le gusta la carne cruda. En parte por el Carpaccio y en parte por ese asesinato. Huyó de Venecia hacia Génova, tomó el primer vapor rumbo a cualquier lado y recaló en Nueva York. Se cree que pudo embarcar gracias a un muy buen disfraz.
El resto de la historia ya te lo puedes imaginar. Fue sicario de todas las familias de la Cosa Nostra. Cierta noche, con muchos tragos arriba, se sinceró con algunos de los muchachos de los Genovese. Ellos dicen que en esa oportunidad confesó que mató a su novia pues sostenía que ella, nunca debió enamorarse de alguien como él. Tal vez sea verdad o simplemente una leyenda de los bajos fondos. ¿Quién puede saberlo?
John detuvo su relato. Por una de las puertas laterales del Dempsey acababa de ingresar Luciano Mancuso, hijo de Rino. Desde lejos miró a John y este, con un movimiento de cabeza, le indicó que a quién buscaba se encontraba en los reservados. Le agradeció levantando el pulgar de la mano derecha y hacía ese lugar se encaminó.
—Ya está claro a qué se debe la presencia de Fisher—dijo con pesadumbre.
Fat Baby lo miraba extrañado. No acababa de comprender que era lo que había ocurrido. Sólo advirtió el cabeceo de John, se había perdido la otra parte del diálogo silencioso.
—¿Qué quieres decir, John?—preguntó extrañado, Fat.
—Nada, amigo, nada. Cuanto menos sepas es mejor—y mirándolo con afecto, agregó—, para ti.


El Hotel Hamilton, sobre la avenida Columbus es un edificio de cinco plantas construido en ladrillos color granate. Su estética se compone de altas ventanas de madera y vidrio, que facilitan el acceso a las escaleras de emergencia, construidas en hierro, que le dan un aspecto de rusticidad y fortaleza. El ingreso al interior del hotel se realiza por una ancha escalera de cinco peldaños que culmina en una puerta doble que se abre a una amplia recepción.

En su interior recibe al pasajero una muchacha que, detrás de un mostrador de material sintético, haces las veces de recepcionista, telefonista y hasta camarera. A su derecha se encuentran los baños y a su izquierda, un pasillo conduce a una pequeña cafetería y en la mitad del mismo, enfrentadas, están las puertas de los dos ascensores que llevan a los pisos superiores.

Es un hotel modesto y limpio que, sin lujos, brinda al viajero todo lo necesario para una confortable estadía. La mayoría de sus visitantes son afroamericanos que se alojan pocos días y generalmente se encuentran en viaje de negocios o trabajo. Son ocasionales los huéspedes que permanecen más de una semana. Esta fue la razón principal por la que el F.B.I. lo seleccionó para ocultar a Rocco, mientras aguarda el día en que será trasladado para prestar declaración. La segunda fue que al estar en medio de una amplia avenida es más fácil vigilar los accesos de entrada al edificio.

Scotta comparte una habitación del segundo piso con uno de los agentes, mientras que otros dos están en la habitación contigua y vigilan alternativamente el movimiento de la calle y el tránsito de pasajeros en el segundo piso.

Todos, el mafioso detenido y los federales, combaten el tedio leyendo, escuchando música o mirando televisión. El grupo pasa los días en una nerviosa vigilia. Los policías, pues saben que en un eventual ataque de los Lucchese exponen su vida y Rocco, por la misma razón.

La avenida Columbus, que une Harlem con Manhattan, canaliza un nutrido tráfico de vehículos y personas. A ambos lados de la calzada coexisten comercios de toda índole. Desde pequeños comedores tanto para los transeúntes ocasionales como para los dependientes que trabajan en la zona, casas de moda o ventas de artículos electrónicos. Al anochecer, cuando el movimiento mengua, los sin hogar, junto a sus carros cargados con las pocas pertenencias que le quedan, más sus raídas frazadas y su fardo de cartones, se preparan para pasar la noche. A este grupo de desterrados se unió el señor Fisher, muy bien caracterizado, con pelo largo y barba rojiza y un gastado sobretodo. Llevaba su cara y sus manos tiznadas, para dar la apariencia de suciedad y abandono. Una precaución especial que tomó para alejar a cualquiera que quisiera entablar conversación. Se ubicó en la vereda de enfrente, bien en dirección a la entrada principal y miraba continuamente la ventana, que está por encima de ésta, para ver cómo se movían sus ocupantes. Así pasó toda la noche, alerta y vigilante. Solo tuvo un incidente a altas horas de la noche cuando una pandilla que se entretenía importunando a los vagabundos que dormían en la vereda, tapados con periódicos y mantas sucias, intentó atacarlo. No necesitó recurrir a la violencia, le bastó exhibir su pistola con silenciador para hacerlos huir. Salvo ese altercado, estuvo tranquilo hasta el amanecer, momento en que se retiró.

A la mañana siguiente, cuando el sol del mediodía caía riguroso sobre la calle, un hombre vestido como operario de alguna empresa automotriz, que portaba un bolso de manos, se registró en el Hamilton. Rentó una habitación por una semana, pagó en efectivo y tomó el ascensor de la derecha del pasillo. Fisher se alojó en un modesto cuarto del tercer piso. Acondicionó prolijamente todos los elementos que había transportado en su bolso y que serían los que utilizaría para concluir el trabajo. Las siguientes cuarenta y ocho horas las dedicó a estudiar los movimientos de los ocupantes del segundo piso.

Con la paciencia de un cazador al acecho se ocupó de verificar una y otra vez los horarios de las comidas, los cambios de turnos, las salidas, esporádicas de los agentes para distenderse dando un paseo por la avenida y los servicios de limpieza. Advirtió que la cena era entregada en el cuarto y era llevada por un camarero quien la recogía de la cocina pues se la dejaban preparada. A esas horas esas dependencias estaban desiertas. Este detalle le permitió elaborar su plan de ataque. Estaba confiado. Conocía de memoria la rutinaria vida de los agentes y su prisionero.

Una vez que tuvo memorizado todo, incluyendo los movimientos de los empleados que frecuentaban los cincos pisos del hotel, decidió que era hora de actuar.

Con pasmosa tranquilidad, disfrutando en el espejo, el proceso de transformarse en el camarero que llevaría la cena a los federales, fue alterando su aspecto y solazándose del placer que la inminente matanza le proporcionaría y, tal vez, el de algún bocadillo que pudiera ingerir.

Diez minutos antes de las veinte horas, portando una bandeja de camarero y vistiendo chaquetilla y pantalón idénticos a los de los dependientes masculinos, bajó hacia la cocina. Coincidió en el vestuario con el mozo de turno a quién puso fuera de combate con un certero golpe en el mentón. Lo amarró y amordazó, ocultando al desvanecido muchacho en uno de los casilleros de artículos de limpieza.

Con su bandeja de metal ingresó a la cocina, retiro lo ordenado por los agentes y tomó el ascensor. Mientras ascendía, puso su pistola con silenciador en la palma de la mano derecha, sobre esta colocó la bandeja y una vez que el ascensor se detuvo, salió al pasillo.

Con los nudillos golpeó la puerta del cuarto en dónde estaban Scotta y su custodio. Le franquearon el acceso al ver que se trataba de la cena. Ingresó. Con la mano izquierda tomó la bandeja y con la derecha disparó la pistola derribando al agente e hiriendo a Scotta en la zona de la clavícula izquierda, quien por la fuerza del impacto cayó pesadamente contra la pared que da a la avenida.

Guardó el arma. Miró a Scotta que había quedado atontado por el disparo y el golpe de su cabeza contra la mampostería. Rápidamente le tapó la boca con cinta plástica. Extrajo de su bolsillo una navaja. Fue rápido e implacable. De dos cortes precisos le cercenó ambas orejas y luego, con sadismo, cortó una porción de una de las mejillas del testigo arrepentido. Del bolsillo trasero de su pantalón sacó un pote que contenía mayonesa elaborada con aceite de oliva, vinagre, mostaza, pimienta y limón, es decir, el acompañamiento ideal para el Carpaccio. Luego le disparó.

No llegó a probar su tan ansiado bocado. El agente, gravemente herido, aun tuvo fuerzas para descerrajarle una bala en la nuca. El personal de la limpieza, a la mañana siguiente encontró tres cadáveres en el cuarto del segundo piso.


Un tiempo después, Mancuso retornó a sus salidas habituales. Como era de esperar volvió a sus veladas en el Dempsey.

John no se sorprendió al verlo. Posiblemente había imaginado cual sería el desenlace de la historia cuando, aquella noche, ingresó el señor Fisher al club. En ese momento, sin saber aún de que se trataba, tomó una decisión. Si las cosas ocurrían como habitualmente sucedía cuando aquel siniestro individuo aparecía, él modificaría el menú del Dempsey.

Al advertir la llegada de Mancuso, le dijo a Fat Baby:
—Oye, Fat, dile a los chicos de la cocina que, desde esta noche, ya no servimos Carpaccio.
Lo que John todavía no sabía era que, desde hacía unos días, el mundo era un lugar mejor.

Héctor Vico.

Lavapiés exprés. Relato.

retrato1Por Rafael Guerrero

— ¿Desde dónde me llamas, Fernando? Te oigo fatal, como si estuvieras en alta mar.

 —Qué cosas dices, Jota, estoy en mi despacho de Madrid con los pies sobre la mesa y fumando —. Mentí. Realmente surcaba el océano Índico a bordo de una cafetera con un raquítico y tuberculoso motor de cincuenta caballos, atestada de pasajeros indonesios que no paraban de vomitar y gritar y vomitar gritando. Dadas mis circunstancias era el mejor medio de transporte en que podía embarcar, y sí, fumaba en la cubierta, mientras sujetaba con la otra mano un teléfono satelital no registrado.

 — ¿Es segura la trasmisión? —. Jota no se había tragado lo de mi ubicación.

 —Tranquilo, tan segura como la vida misma. — Solo una docena de servicios secretos podría intervenir la conversación en ese instante haciendo clic en donde se hace clic.

 — ¿Qué tal por el casino anoche, ganaste? —. Hablaba en clave para despistar a nuestros potenciales oyentes.

 —No perdí —. También yo contestaba en clave, pero sin tanta literatura barata de espía.

 —Me alegra oír eso, ¿cuándo volverás a estar operativo?

 —Ayer.

 —Ok. No fumes en el despacho, es ilegal.

 —Como la vida misma.

 Jota, nombre ficticio y variable, es un alto funcionario del Estado, a veces adscrito al Ministerio del Interior, otras al Ministerio de Asuntos Exteriores y las más a ninguno y a todos. Va por libre sin dejar de estar atado a lo que eufemísticamente se conoce como la fontanería palaciega. Por encima, por debajo y por los lados de los gobiernos de turno que le utilizan cuando la patata caliente está a punto de carbonizarse y a los que él usa para permanecer en el puesto sople el viento que sople elección tras elección.

 Próximo a jubilarse y fichar como consultor externo en cualquier holding para forrarse y tocarse los cojones hasta su entierro, fue quien contactó conmigo para que llegase hasta donde su largo brazo no quería llegar. Para no quemarse con esta patata. Un superviviente nato, aficionado a la novela negra por las aventuras que se cuentan en esos libros y que ni por asomo se acercan a la jodida realidad. También es un buen amigo de no me acuerdo qué historias pasadas. No me acuerdo, de verdad.

 Cuando recibí su encargo, hará apenas un mes, me contó que “en las últimas tres semanas han desaparecido en Madrid cuatro funcionarios de reparto especial mientras realizaban su ronda. Tres más en Barcelona y dos en Sevilla, en total nueve, no tenemos ni puta idea de qué ha sido de ellos, Fernando”. No se habían encontrado los cadáveres ni tampoco recibido notificaciones pidiendo un rescate.

 “En cambio, la policía sí ha hallado las motos de estos carteros, siempre en las afueras, con un sello de 0,47€ pegado en la parte superior del asiento. En el cajetín trasero estaban las cartas y paquetes pendientes de reparto, pero falta el libro de registro, lo que dificulta enormemente seguir la pista de los secuestradores suponiendo que fueran también los destinatarios”, continuó Jota poniéndome al día.

 Paralelamente, algunos testigos poco fiables afirmaban haber visto a varios individuos con prendas del uniforme oficial de Correos trapicheando en focos de compra/venta de droga y en locales de prestamistas con objetos robados. “La carroña mediática ya se ha hecho eco de ello en titulares de periódicos y telediarios locales, les encanta remover la mierda”. Lo decía Jota como si él no se moviese como pez en la misma.

 La Policía Nacional y Cuerpo Especial de Investigación Postal (CEIP) trabajaban conjuntamente en el asunto, pero hasta el momento solo habían podido configurar una lista de los últimos destinatarios y de sus correspondientes remitentes que recibieron misivas antes de que se esfumaran los carteros. “Curiosamente, en el área de Madrid, las direcciones se circunscriben únicamente al distrito postal de Lavapiés. Esto huele que apesta, Fernando, y por eso me han pedido mi colaboración al margen y yo te la pido a ti más allá de ese margen”.

 Y en ese al margen entré en escena yo, el Detective Privado Fernando Ayllón, aunque no podría identificarme como tal. Mi misión, contratado por nadie y a las órdenes invisibles de Jota, consistiría en comprobar y “no tocar” —solo avisa cuando des con el lobo —qué había detrás de todo esto. Cómo iba a negarme a apostar en el casino.

Mi mentor en la sombra me hizo llegar por mensajería un dosier con el posible trasfondo económico y político que envolvía a estos aparentes delitos callejeros sin conexión con la economía y la política. Más claro, mierda.

 Una directiva de la Unión Europea, de obligado cumplimiento, ponía fin al monopolio estatal de Correos y Telégrafos. Sin embargo, en países miembros como España el Gobierno todavía era reticente a aplicar la medida. Las empresas privadas compartirían este servicio con los actuales entes de propiedad pública e incluso podrían participar en la liberalización de estos. Poderosos entramados financieros y multinacionales se preparaban para repartirse el suculento pastel sin escatimar esfuerzos legales y quizá no tan legales, eso es lo que debía verificar.

 Tras mucho indagar en donde no se ha de indagar y menos sin las credenciales necesarias, hacerme pasar por cliente drogadicto en la calle Argumosa, consultar bases de datos, contactar con colegas de Barcelona, Sevilla, Bruselas, Roma y Londres y a otras organizaciones de inteligencia sin nombre ni dirección, conseguí hacerme una composición de lugar: EUROPOST Inc. era una de estas inmensas compañías con intereses internacionales en la comunicación, distribución y logística. Se había posicionado por delante de la competencia para recibir de la Comisión las licencias que le permitirían asentarse en la mayoría de naciones concernidas, pero aun así, no se fiaba del reparto justo que el libre mercado le deparase y solicitó a sus asesores externos que ejecutaran un plan B que apoyase al A con el ánimo de desestabilizar el sistema de correos actual (en el caso de España para terminar de convencer al Gobierno de que cediera parte del tinglado de la correspondencia y de paso abaratar las acciones del ente público postal en caso de ser privatizado, convirtiéndose de hecho, que no de derecho, en un nuevo monopolio a un coste irrisorio gracias, por supuesto, al libre mercado).

 Se contrató a distintas mafias locales que perpetraban los secuestros de carteros en ciudades como Madrid, Roma, Berlín y Bruselas, estableciendo una red de sicarios o mercenarios que cambiaban continuamente de localidad para no ser identificados ni detenidos.

 Pero la estrategia no acababa ahí, el plan B escondía un plan C. Con el fin de crear una cortina de humo, se aprovechó dicha red para montar un pequeño negocio de tráfico de drogas y objetos robados utilizando el uniforme de los carteros secuestrados, levantando así la sospecha que se requería para desprestigiar a los funcionarios y a la vez desviar la atención de su objetivo principal. Los medios de comunicación, de su propiedad unos cuantos, hicieron el resto aireando el menudeo y la negligencia. Mierda sobre mierda.

 — … Arturo de la Piedad, empresario de 64 años, con un currículo intachable, es la cabeza visible de EUROPOST Inc. en España y Portugal, ¿te suena? —Le había resumido a Jota mis pesquisas y le colocaba en bandeja de plata la identidad del presunto responsable del caso que nos atañía.

 —Vale, Fernando, muchas gracias por la información, has hecho una labor cojonuda. Déjalo aquí, ahora me toca a mí.

 — ¿No quieres pruebas que incriminen a este tipo?

 —Solo avisa cuando des con el lobo.

 —Comprendo, ¿y el lobo ha dado conmigo?

 —Sí.

 — ¿Qué me sugieres, Jota?

 —Tómate unas vacaciones, o ve a jugar al Casino.

 —De acuerdo, tú pones el capital.

 —Sin duda, Fernando —No hacían falta más claves con mi interlocutor.

 Me quedaba una última carta que jugar, o que entregar. Jota me facilitó el local perfecto para hacerlo, y así fue como me reuní en secreto nada menos que con el lobo. Además de la controvertida documentación corporativa, me había procurado un certificado médico que sería mi salvoconducto para seguir vivo a pesar de lo que sabía: Arturo de la Piedad, hombre de familia y reciente abuelo, fiel esposo, blablablá… era también estéril e impotente.

 —No querrá que la prensa rosa y financiera se enteren de esa engorrosa disfunción. Se preguntarían si sus hijos son sus hijos, ya sabe, rumores, mentiras, amantes de turno, mamporreros con ganas de sacar un dinerillo con la morralla ajena…, un asco… Deje de secuestrar y cuide de mi salud como si fuera mi padre.

 —Pierde el tiempo amenazándome, señor Ayllón, por encima de mí hay otros.

 —Que serán igualmente impotentes. No estoy amenazándole, le he puesto un sello de 0,47€ en la frente, no se lo quite ni para ducharse.

 Los nueve carteros tampoco estaban en el océano Índico. Buena señal. “Como la vida misma, Jota”.

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Reseñas:

Solo Novela Negra.

A vuela pluma.

 

Fin de trayecto. David de la Torre. 2016.

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David de la Torre

Tú, Philip de Le Crusan, volverás a Touluse de madrugada, cuando el silbato del tren sea inaudible a causa de la lluvia, cuando tus lágrimas se mezclen con las frías gotas sobre el suelo de la estación, cuando decidas de una maldita vez que hacer con tu vida. Tú, Philip, llegarás a la ciudad empapado, con una maleta pequeña y rajada bajo el brazo derecho mientras el izquierdo intenta secar tu frente en vano. Y caminarás decenas de kilómetros desorientado, en busca del rio Garona que te guíe y te lleve hasta su apartamento. Si, ese lugar que recuerdas a la perfección y que prometiste no volver a pisar. Pues entérate bien Philip, volverás a Touluse y meterás tu llave oxidada en la cerradura que chirriará clavando ese sonido tan desagradable en tus tímpanos como un tatuaje realizado en carne viva. Tú, Philip, atravesarás el pasillo que lleva al salón, te asomarás a la Place de la Trinité y llorarás de nuevo frente a la fuente dorada y sus tres ángeles que, cómo sabes bien, se chivaron hace tiempo a tu señor de los errores que cometiste… y así te ves ahora.

Philip parpadeaba despacio frente al dormitorio. El aroma a polvo y ambientador de lavanda se mezclaban en el aire. Sobre el colchón desnudo, una imagen superpuesta de su cuerpo aparecía allí, tumbado, con los brazos en cruz. En su mano derecha, un objeto brillante. En su mano izquierda, un libro oscuro.

Se frotó los ojos dejando caer la maleta sobre el suelo. El eco del salón vacío propagó el sonido pringoso que se produjo al chocar el cuero empapado sobre la plaqueta helada. Hacía meses que la calefacción no funcionaba y, desde que se marchó, ya nadie se preocupaba de ello. Sin embargo, sus huesos húmedos que le producían pinchazos agudos a cada movimiento no le impidieron deshacerse de la ropa con lentitud. Primero, el abrigo marrón deshilachado cayó al suelo. Después, la camisa azul claro con ronchones de tomate reseco. Los pantalones, zapatos, calzoncillos… toda su ropa apareció desperdigada por el suelo cuando le encontraron.

La gendarmería regentada por el Inspector Francis Moulin recibió la llamada sobre las dos de la mañana. De guardia se encontraba la subinspectora Valentine Braille que decidió llamar a su jefe pese a ser sábado de madrugada. Francis contestó a la tercera oportunidad y quedaron en verse en el apartamento de la víctima. El R5 del inspector recorrió la ciudad sin prestar demasiada atención a los semáforos que regulaban el tráfico mientras la subinspectora hizo lo propio pero en su bicicleta.

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La Place de la Trinité formaba un triángulo cuasi rectángulo gracias a la Rue de la Trinité y Rue des Filatiers. En el segundo piso se encontraba un cuerpo. Y en ese mismo lugar pero en la puerta de enfrente, una mujer octogenaria se quejaba del hedor que provenía de allí dentro. Francis y Valentine llamaron a la puerta de la señora cuando una voz ronca y profunda les invitó a largarse desde el interior de la vivienda.

Señora, somos el inspector…

Me importa un rábano quienes sean… ¡lárguense!

Pero… ¿no ha sido ella quien llamó? –Preguntó Francis a Valentine.

Si… la llamada vino de éste piso…–Y girándose hacia la puerta gritó –¿Señora Dupont? Usted nos ha llamado hace cuarenta minutos. Los bomberos andan de camino… ¿señora?

Silencio.

Francis y Valentine se miraron cuando el móvil de la subinspectora emitió una dulce melodía que provocó una sonrisa en los labios de su jefe. Ella descolgó sin prestarle atención y cortó la llamada después de dos escuetos “Si”.

Los bomberos –Le dijo al tiempo que un estruendo cómo de botas golpeando la madera y arrastrando algo desconocido por el suelo subía desde el portal hacia el segundo piso.

¿Quien ha venido, todo el parque de bomberos? ¡Joder, que sólo es abrir una puerta!

Francis calló de inmediato al ver tres efectivos delante de ellos, situados varios escalones por debajo.

¿Cuál es la puerta? –Dijo el más grande de los tres.

Buenas noches… esa de ahí– Respondió Valentine echándose hacia atrás.

Sin mediar más palabras, el bombero grande y los otros dos más pequeños se movieron rápido en aquel minúsculo descansillo, portando un ariete verde oscuro que no dudaron abalanzar contra la puerta de madera. El primer golpe abrió un agujero en el centro y esparció miles de astillas al interior del piso. El segundo golpe destrozó la cerradura y abrió la puerta con extrema violencia. La señora Dupont abrió la suya despacito y un ojo azul bajo un gran párpado arrugado asomó por la rendija. Los bomberos se mantuvieron en el descansillo mientras Valentine entraba en el apartamento tapándose la nariz y Francis aconsejaba a la vecina a encerrarse de nuevo en su vivienda.

Tú, Philip de Le Crusan, acusarás las más absoluta soledad una vez cierres la puerta tras de tí. No hay calefacción porque tú, rácano egocéntrico dejaste de pagar los recibos, claro que el dinero no era tuyo, insensato mequetrefe venido a más…

Valentine caminaba a oscuras, sosteniendo una delgada linterna con su mano derecha. Francis la alcanzó junto a los bomberos dirigidos por el tremendo olor que emanaba desde el dormitorio, situado al fondo del piso. Al girar la luz hacia la cama se detuvieron. El brillo de decenas, quizás centenas de bichos sobre un cuerpo oscurecido les obligó a no sobrepasar el cerco de la doble puerta. Los bomberos se miraron entre sí y golpearon el hombro de Valentine con suavidad.

Subinspectora, aquí tiene que venir los del INPS…

Lo sé… hagan lo que tengan que hacer. Ya me encargo yo. ¿Te quedas con esto, Francis? –Le dijo a su jefe acercando la linterna a su pecho. Él la cogió y volvió a iluminar el cuerpo de aquel individuo devorado por la propia naturaleza. Un círculo luminoso alumbró sus pies ennegrecidos y continuó por el borde del colchón desnudo hasta un montoncito de ropa situado en una esquina. Se giró y pidió a un bombero una mascarilla. Conteniendo la respiración logró colocarse el bozal del plástico que evitaría una vomitona asegurada y se acercó al cadáver espantando insectos voladores que se afanaban por continuar su festín. Con los otros que permanecían desgarrando la piel no pudo hacer nada. Ni lo intentó.

La Place de la Trinité ofrecía un lugar de esparcimiento oculto en medio de Touluse, aprovechado por los habitantes para pasear, tomar algo en sus terrazas o sentarse al pie de la fuente a leer un buen libro. Sin embargo, el invierno era duro e impertinente, no dejando posibilidad de disfrute del lugar a menos que se estuviera muy abrigado. Las farolas iluminaban las aceras con apenas un aliento que se colaba por las ventanas de los primeros pisos. Para los segundos, no existía ese privilegio.

Francis se agachó para estudiar cada prenda allí tirada mientras una sirena se escuchaba en la lejanía. Desdobló un mugriento abrigo cubierto de polvo y observó una cartera que sobresalía del bolsillo interior. Al levantarse, las rodillas crujieron y sintió una infinidad de clavos hundiéndose entre los huesos.

¿Ya estás otra vez? –Le preguntó Valentine con cierta ternura.

Si… esta artritis o artrosis me va a matar.

Artrosis.

¡Que más me da! Tengo un dolor de narices así que lo llamo como me da la gana.

Valentine hizo caso omiso a las quejas de su jefe y le cogió la cartera mientras este desplazaba su trasero hasta una silla cercana. Al sentarse, una polvareda se levantó y le provocó toser.

Philip de Le Crusan, natural de Lyon… nacido el dos de abril de 1961…

¡Y un grandísimo malnacido!

Tú, Philip de Le Crusan, ahora te dignas a volver cuando las polillas inundan sus armarios, las cucarachas campan a sus anchas por cada tubería y el óxido cubre todas las bisagras de la casa… sin excepción.

Francis giró la cabeza hacia el descansillo oscuro y vacío para comprobar de quien provenía aquella voz ronca y profunda. Los bomberos se habían marchado hacía diez minutos y los de la científica tardarían aún en llegar.

Pero que cojones… –Dijo intentando ponerse en pie.

Valentine se acercó a la mujer octogenaria postrada bajo el quicio de la puerta que daba al salón, con los brazos en cruz y los morros apretados. Unas gafas de pasta gordísimas descansaban sobre una nariz enorme y afilada. La subinspectora le apuntó con la linterna y la señora ni se inmutó, reflejando la luz en sus grandes ojos azules medio tapados por un parpado grueso y arrugado.

Señora Dupont, imagino.

Eso no le importa, jovencita. Solo he venido a decirles que ese malnacido ha tenido lo que se merecía –Y volvió a cruzarse de brazos una vez movió con energía un alargado dedo índice que señalaba el cadáver.

Señora, ¿le importaría que fuéramos a su casa? Hablaremos con tranquilidad… este lugar es insoportable –Dijo Francis de pie, erguido y acercándose a ella con lentitud.

Sus ojos le miraban saltando sobre las gafas en actitud desafiante como un yorkshire amenaza a un doberman sin ser consciente de su tamaño.

Minutos después salieron al distribuidor de la segunda planta permitiendo pasar a los de la científica que acababan de llegar cargados de maletines y uniformes blancos. La señora Dupont dejó la puerta entre abierta así que tan sólo necesitó empujarla con sus delgados dedos provocando un chirrido desagradable.

Siéntense ahí… ¿quieren un café?

Si, por favor… ¿tienes usted un ibuprofeno? Disculpe el abuso –Se lamentó Francis.

¿Piensa que soy una farmacia? El que abusaba era ese de allí… al que se están comiendo los gusanos… anda y que se pudra en el infierno…– Pudo escucharse desde la cocina.

Ambos compañeros se miraron entre si y Valentine aprovechó que la señora Dupont se dirigía a su cocina para mostrarle el contenido de la cartera de Philip: un pasaje de tren desde Burdeos, un par de billetes de diez euros, un trozo de papel doblado y una fotografía antigua.

La señora Dupont regresó con una bandeja dorada cuyos adornos revestían todo el metal y cegaban a quien la mirase directamente. Sobre ella, una jarra verde claro con la tapa cubierta de frutas de porcelana y tres tazas a juego. Francis observó que había olvidado el ibuprofeno. La humedad le ahogaba comenzando por la rodilla y el dolor le obligaba a permanecer en silencio.

Señora Dupont, entiendo por sus palabras que conocía a Philip.

Pues claro que le conocía. Fueron mis vecinos durante veintidós años y tres días.

¿Fueron?

Valentine le preguntaba mientras Francis decidió pedir permiso para levantarse y caminar por la casa aludiendo necesitarlo para aplacar el dolor de rodilla. La señora Dupont se lo concedió mediante un gemido de libre interpretación.

El desgraciado de Philip y su pobre esposa. Los dos llegaron de París una mañana de Mayo. Un agente inmobiliario muy patoso pero efectivo les vendió ese cuchitril cuando aún nos manejábamos con Francos. Al principio todo iba bien: saludaban en la escalera, en el mercado, la muchacha acudía a mí para pedirme sal o algún huevo cuando no tenía…

¿Y qué ocurrió después?

El chico trabajaba en la Societé Général como agente de Bolsa. Les iba bien, como le he dicho, hasta que el muy imbécil metió la pata y una noche de dos mil ocho alguien entró en la casa.

¿Les robaron?

No señorita… nada de eso… –Dijo sorbiendo un poco de café.

Francis la escuchaba desde el extremo del salón cuando sus pies tropezaron con una pequeña maleta de cuero.

La chica apareció con doce puñaladas en el pecho sobre el suelo de la cocina. Él, atado a una silla con la cara llena de golpes.

Pero, discúlpeme… ¿Qué tiene que ver eso con su trabajo?

Francis se agachó y comenzó a explicar lo que conocía de aquella empresa según se ponía un par de guantes de latex.

La sociedad donde trabajaba Philip estafó casi cinco mil millones de euros en el año dos mil ocho. El acusado fue un tal Jérôme aunque siempre pensé que no pudo hacerlo solo…–Añadió Francis.

Valentine desconocía los detalles de aquel caso aunque algo había oído en las noticias. Francis abrió despacio la maleta.

Como dice el señor mayor con quien ha venido, Philip la cagó de lo lindo con unas inversiones y se cargaron a su mujer. Pero créame que eso era una tapadera… estoy segura que él la mató y se inventó el fraude para salirse de rositas.

Francis se cansó de escuchar.

Señora, ¡no diga estupideces! Yo estuve en ese caso…si, este “señor mayor” interrogó a Jérôme y averiguó que tuvo un cómplice pero nunca pudimos encontrarlo. Ahora que sabemos quién puede ser, tendremos que investigar qué relación pueden tener pero hay algo que debo preguntarle –Dijo con mirada inquisitiva.

¡Ay! Me olvidé la pastilla… ¿quiere que se la acerque?

No es necesario, señora Dupont… pero dígame –Preguntó acercando su cabeza a la octogenaria vecina– ¿De quién es esa maleta?

¡Es mía! –Dijo una voz joven desde el fondo del salón.

¿Quién es usted? –Replicó Valentine.

Soy el hijo de la señora Dupont. Y rogaría dejen de molestar a mi madre con éstas historias, está enferma y no es de fiar.

¡Como que no soy de fiar, pero que dices hijo mío!

¡Cállate mamá! Y despide a estas personas… creo que tendrán cosas mejores que hacer.

Valentine se puso en pie mirando fijamente al joven a la vez que Francis se acercó a ella. Una vez se despidieron y les emplazaron a visitar la gendarmería lo antes posible, abandonaron el edificio. Al pisar la calle, un viento gélido arañaba la cara de los escasos transeúntes que pululaban por Touluse de madrugada, despistados, con la bufanda en casa. Francis vio que la furgoneta de la científica continuaba allí y decidió acercarse para preguntar.

Hola… ¿habéis averiguado algo?

Una agente en medio proceso de desechar el mono blanco reglamentario para este tipo de intervenciones, le respondió sin mirarle a los ojos.

Nada fuera de lo normal. Cadáver en avanzado estado de descomposición, ningún objeto personal encontrado, no hay huellas ni señales de violencia. Suicidio, diría yo.

¿Tan segura está?

La mujer elevó la mirada y la clavó en los ojos de Francis.

¿Cree que he dudado? Tan sólo he utilizado un condicional para cubrirme las espaldas pero sí, estoy convencida. Tenía un cúter en la mano y se había cortado las venas. Ah sí, tenía una biblia en la otra mano. Buenas noches, inspector Moulin.

Francis les vio alejarse mientras Valentine le preguntaba algo. En ese instante, cuando la ciudad aún no estaba preparada para recibir un nuevo día, vieron salir a alguien del portal donde aún se encontraba la víctima, a espera de recibir la visita del juez. Valentine le observó por el rabillo del ojo y pegó un codazo a Francis que cerró los ojos.

¿No es el hijo de la señora Dupont?

¡Y se lleva la maleta, corre!

Valentine comenzó a correr tras el sospechoso al ver que éste aceleraba. En un instante, justo cuando giraba por Rue d’Alsace Lorraine escuchó a su compañero gritar y se detuvo. La mirada clavada en su rodilla, las manos apretándola con fuerza y los labios presionados dieron paso a una terrible exclamación:

¡No pares! Creo que se me ha roto… ¡joder!

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Tu, Philip de Le Crusan, encontrarás la muerte igual que la causaste en Margerite, tu abnegada esposa pero yo tendré el placer de llevarte de la mano hasta ella… Mi Magerite, la luz que colmaba todos mis episodios de obscuridad y locura y que tú, Pierre, no supiste valorar. Así lo haré tan pronto aparezcas por el apartamento, tan pronto escuche el crujir de la puerta y nada me impedirá detener tu corazón partiéndolo en dos pedazos o rajándote las venas como quien despelleja un carnero… nadie podrá impedírmelo, ni mi madre que senil está pero se acuerda de tus palizas… Philip de Le Crusan … bienvenido a Tolouse, fin de trayecto.

Valentine dudó pero no tenía otra oportunidad hasta que otro golpe le obligó a girar la cabeza en sentido contrario. Un Citröen Picasso había arrollado al hijo que cruzó la calle sin mirar. La subinspectora se acercó al cuerpo inerte del sospechoso y encontró la maleta a escasos dos metros de él, con un cuchillo en su interior parcialmente envuelto en un trapo. Al acercarse, encontró manchas secas de sangre. Detuvo el tráfico y pidió refuerzos, acordonando la zona y dejando la avenida cortada.

***

Dos días más tarde, Valentine se encontraba frente a la cama del hospital cuando Francis despertó. Le habían operado de urgencia y se encontraba convaleciente. Unas flores y un café de máquina después, Valentine le contó la resolución del caso sobre el asesinato de Philip de Le Crusan aunque Francis enarcó las cejas al enterarse que el culpable no podía ser juzgado. Ambos habían llegado al final de su viaje.

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Tipos normales en Ciudad Sol.

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―Papá, aquí pone que esto lleva…, emulgentes, lectinas, E-471, acidulante E-330, conservante E-202, suero deslactosado, jarabe de sacarosa-glucosa, regulador de acidez E-270 y colorante E-100.

―Cállate de una maldita vez y acábate los putos nachos con queso.

Uno…

      El luminoso del garito apagado. Las letras oscilan ante sus ojos. Una noche larga, muy larga. Sobre él, un cielo lívido y desvaído. Un avión deja, como una antigua cicatriz, la primera estela del día. La primera de muchas. Bosch, detective de homicidios, gabán tres cuartos arrugado, vaqueros gastados, camisa oscura, nudo de la corbata aflojado, botas polvorientas. Cierra la puerta del coche y  centra la vista en la puerta del local. ¿Cerrado? No jodas, hablamos del 38 Especial, un bareto donde los polis de la ciudad se dejan caer, sea la hora que sea, al terminar el turno.

     Dentro, penumbra. Olor picante a 24 horas, cigarrillos, alcohol y al sudor rancio que emanan de nóminas escasas. De fondo la sordina de un viejo televisor. Bernardo, el dueño, masca pan de avena con un café frío a su lado. En la barra, dos hombres beben en silencio, policías, piensan en sus cosas. ¿O no? Quizá simplemente beben.

       Al fondo a la derecha.

      Sentado a una mesa está Rico. Cansado, desaliñado. Botella de whisky y dos vasos. Bosch toma asiento. Se quita la placa del cinturón y la deja en una de las esquinas.

      ¿Más de lo mismo?

      Sí.

      ¿Cuántos van?

      Bosch se sirve dos dedos antes de contestar; diecisiete en lo que va de año.

      Joder…, diecisiete son muchos, son muchos… ¿Críos?

     Asiente; su mujer y su crío. Un taxista. Se despertó de madrugada, fue a la cocina y se preparó un café. Descafeinado, con leche desnatada. Me lo dijo él mismo. ¿Te lo puedes creer? Después, se tomó el puñetero café y fue a las habitaciones. Les rebanó el cuello a su mujer y a su hijo mientras dormían. Nos llamó un vecino. Lo encontró en el portal hasta arriba de sangre. Dice que no se lo explica, que parecía un tipo normal, una familia normal.

      Lo de siempre. ¿Y la prensa?

      ¿La prensa? La prensa no dice una puta mierda.

         Dos…

       Un bocinazo, se revuelve en la cama, maldito cabrón, piensa. Todos los días lo mismo. La noche en esa infernal cantina dejó como recuerdo un insoportable dolor de cabeza que mitiga con una ducha fría.

      Bosch se mira en el espejo mientras se rasura la barba, inconscientemente esboza una sonrisa que surge de sus labios. Recuerda ese anuncio de una póliza de seguros, en  la que el madurito despreocupado de problemas, se pasea entre veinteañeras que parecen admirar su interesante look; el tipo del espejo parece un mendigo y la única veinteañera que se pasea por su apartamento es esa manipuladora y sangrante víbora, que dice ser su hija y que de vez en cuando, se deja caer para pedir algo de pasta.

         Ahora que lo piensa, lleva una semana sin saber nada de ella.

     Abre el armario y se pone una camisa mal planchada y con al menos siete años de servicio. La plancha nunca fue su fuerte, lo odiaba, en realidad era lo que mas odiaba de aquella vida de lobo solitario.

    Después, probablemente el mejor momento del día…seguramente el único buen momento del día. Disfruta, vencido en el sofá con un café solo, mientras se sorprende que el melocotón en almíbar este aun comible; sabe dios las mierdas de conservantes que les ponen, piensa. En el equipo suena el saxo de Gerry Mulligan…, que gran música el Jazz, dice en alta voz, música para perder, música para perdedores. Tal vez es en lo único que gasta algo de dinero. Una vez al mes se deja caer por el centro, compra un disco de jazz y una botella de ron…, con eso tiene bastante.

       Los niñatos de la central se ríen de él: ¿para qué compras música? Y menos esa, no jodas, bájatela de internet, mira, en este pincho caben cientos de canciones. Cientos, abuelo. Incluyendo ese tostón que oyes. Estúpidos, piensa. Olvidarán lo que escuchan y después olvidarán escuchar.

        Hora de largarse. Llama a voces a su hija, quizá esté en su habitación.

        Nada.

        Aunque ya está sereno y calmado, no se siente en condiciones de coger el coche y decide tomar el suburbano. Dentro del vagón observa, chucho taimado; gente con sus preocupaciones, gente triste, gente mal vestida. ¡Diablos¡ ¿Qué fue de aquello de vestir bien? Él, lo solía hacer durante su matrimonio. Se observa en el cristal de la puerta, que ahora, en la penumbra del túnel, parece un espejo siniestro y se pregunta cuándo fue la última vez que invirtió un puto dólar en comprarse algo de ropa; toda esa gente. ¿Qué le ha pasado a esta maldita ciudad? Otro recuerdo le llega entonces con este pensamiento…, un diálogo brillante de aquella maravillosa película, “Chooseme”, cuando el camarero le pregunta a Carradine ―el bueno, no el otro―, “¿es usted nuevo en la ciudad? No,es la ciudad la que ha cambiado”.

        Jódete, ahí lo llevas.

      Tres estaciones más y llegará a la central. Montañas de papeleo y malas caras le esperan. La misma mierda de cada jornada; pero ahora tiene un reto que le mueve, un objetivo:

    Saber que demonios está ocurriendo en la jodida ciudad. Por qué tipos normales, sin antecedentes, se dedican a asesinar a sus seres queridos.

Tres…

    Parque del centro. Media mañana. Bosch sentado en un banco descascarillado. El cemento bajo sus pies emana calor. Las sonrisas impostadas chorrean calle abajo.

      La felicidad se finge.

      Para su rato del almuerzo: petaca y cigarrillos.

     En el cielo de un azul gastado, estelas de condensación persiguiendo aviones diminutos. En el gaznate un gusto metálico. Espera y verás, siempre ocurre lo mismo. Las nubes artificiales se enroscan en raquíticas espirales y chorrean, como en los ojos de un anciano, una pátina oleosa que cubre la ciudad y a sus habitantes.

         ¿Estamos siendo fumigados? Quizá.

         La luz:

         Como el alma de todos ellos, pobre y difusa.

         Suena el teléfono, es Rico.

         Bosch.

        ¿Dónde estás?

        En el parque.

        No se te ocurra moverte, cabrón.

Cuatro…

       Bosch permanece inmóvil. Tufo a alcantarilla, nauseabundo; hace tiempo que no llueve y la mierda soterrada y oculta, lleva días intoxicando el ambiente de la podrida ciudad.

      Tal como Rico le indicó, espera en el parque. ¿Malas noticias? Claro, joder, a qué si no lo de cabrón.

       La voz suena a su espalda, es Rico.

       Bosch, gírate despacio. Las manos donde pueda verlas.

       Se trata de mi hija, ¿verdad? Puta retórica, como el enfermo de cáncer cuando pregunta a su médico; ya conoce la respuesta.

       Sí, Bosch, me temo que si, ahora date la vuelta.

       Rico le apunta con un arma.

       La encontraron hará cosa de una hora y media.

       Algo frío y húmedo, parecido a una lagrima, recorre la mejilla de Bosch.

       Solo dime una cosa Rico, ¿dónde ha estado todo este tiempo?

       En tu casa, ha sido tu vecina quién avisó esta mañana. He visto su cuerpo, Bosch. El olor era insoportable. ¿Cómo has podi…

    Bosch mira al frente, perdido. Ha dejado de escuchar lo que dice su compañero. Sus palabras son un susurro, un eco lejano. Comienza a seguir con la mirada la fachada del edificio que tiene ante si. Poco a poco eleva sus ojos hasta llegar a la azotea. Después, un poco más alla, el cielo, un cielo azul, surcado por una estela, por otra maldita estela.

    ¿Cómo he podido hacerlo?, se pregunta. Soy un tipo normal, solo un tipo normal en Ciudad Sol.


Marto Pariente ya ha publicado su primera novela «Una bala para Riley» Puedes conseguirla aquí: http://www.amazon.es/dp/B010ORBEWQ

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Humo, en el verano del 58. Raúl Argemí.

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Por Raúl Argemí.

Fueron tres los hombres, fueron tres las mujeres; y tal vez fue en marzo, mes tercero del verano austral, a las tres de la tarde, cuando supe que la muerte y la locura siempre atacan por sorpresa.

Yo tenía doce años, múltiplo de tres; aunque no venga al caso. Y Tandil era el sitio entre sierras, de la provincia de Buenos Aires, donde pasaba las vacaciones. Tandil era la casa de mis abuelos y la de mis tíos.

El abuelo regaba la huerta y yo miraba con las manos en los bolsillos. Entonces, por sobre los techos comenzó a alzarse una columna de humo negro, espeso, como de película de guerra, y él dijo:

¡Se está quemando la casa de Miguel!

Era cierto. A la vuelta de la otra manzana, por detrás de la casa de mi tío, al fondo de un terreno largo y estrecho donde agonizaba una huerta invadida por la maleza, ardía el rancho donde vivía Miguel. Todavía sin llamas, de los techos ascendía una columna como de petróleo quemado.

A los pocos minutos, cuando el rancho de cartones embreados comenzaba a arder por los cuatro costados, llegaron el camión rojo, la sirena y las mangueras.

Excitado, tropezando con los bomberos, fui de un lado a otro, entre los vecinos que habían abandonado la siesta. La pregunta era si “Miquel” había escapado del incendio.

Miguel, o “Miquel”, como algunos lo llamaban, tenía fama de raro. Vivía solo y, a mis ojos, que un par de veces lo había visto hablar con mi abuelo, parecía como requemado por la vida. No era extraño. Miquel era checo, o búlgaro, o algo por el estilo que hablaba de una Segunda Guerra feroz, brillante y heroica tal vez en el cine, que había llenado los barcos con inmigrantes muy lastimados.

Hablaba poco y con acento muy marcado. Hasta el día del incendio me era ajeno. Luego, su imagen me acompañaría para siempre.

Porque Miquel era amigo de José, “el Ruso”, que en rigor era polaco, y el Ruso estaba casado con la cuñada de mi tío; y a ese lo conocía bien. Cuerpo de oso bajito, sonrisa tímida y un castellano lleno de ruidos divertidos. También venía de un pasado del que nunca hablaba. El Ruso se pasaba el día dale que dale al martillo, los clavos en la boca, remendando zapatos ajenos.

El tercero, porque eran tres los amigos inseparables, también era de por ahí, de Polonia, Rumania o Croacia, pero parecía una persona normal, como cualquiera, sin acentos. Del tercero no recuerdo el nombre. Sí que vivía con su mujer y su hija en una casita blanca, unos cien metros más abajo que mis abuelos, cerca del puente sobre el arroyo.

Con los vecinos en la calle y el agua ahogando las llamas del cartón embreado, los bomberos pudieron entrar al rancho, y enseguida corrió la voz: había un muerto. Un hombre muerto sobre la cama.

Pobre Miquel —dijo alguien—, el incendio lo agarró durmiendo la siesta.

Con los bomberos entraron un par de policías y dos o tres del barrio, como testigos.

Supongo que me lo invento, pero recuerdo que, al mismo tiempo que supe del muerto sobre la cama, también supe que no era Miquel. Que Miquel, un rato antes de que se viera el humo renegrido, había pasado muy de prisa, con un paquete de papel de diario en la mano, en dirección al centro. Y, esto no lo imagino, lo sé, fue la vieja, la desdentada cara de bruja suegra de mi tío, quien dijo:

¡Va para la casa del Ruso! ¡Se lo dije, ese hombre está loco!

Y mi abuelo y mi tío que corrían hacia lo del Ruso, mientras mi tía comenzaba a llorar a gritos, presintiendo la desgracia.

No podía, no tenía con quién compartir lo que sabía, y vagué sin rumbo, hasta enterarme del rumor confirmado: le habían dado con un martillo en la cabeza. El muerto no era Miquel. El muerto era el amigo de la casita blanca.

Entonces pude ver, en aquella esquina, a las tres mujeres. Hablaban. La mujer y la hija del tercer amigo miraban hacia donde trabajaban los bomberos, y sonreían. La otra mujer les hacía un chiste.

La tercera, cuando pasé a su lado, me miró con esa cara y dijo:

¿Por qué no vas a ver si tu abuelo está en su casa?

Tardé en entender. Pero supe que ella ya sabía quién era el muerto, y que me estaba echando para que no metiera la pata.

Me senté en el umbral y desde allí seguí mirándolas: dos que reían y una que les hacía chistes, porque las otras aún no sabían.

Recién un año más tarde, en las siguientes vacaciones, pude completar la historia. Miquel, el Ruso y el otro eran inseparables. Se habían conocido en el barco que los traía de Europa.

Miquel, el que no tenía a nadie, había comenzado a decir que lo querían matar, y se había comprado un revólver. Había dejado el trabajo, abandonado la huerta, y de noche no dormía; vigilaba con la pistola.

El Ruso y el tercero lo justificaban ante sus familias, que no querían verlo sentado a sus mesas, con esa cara de barba crecida y mirada de loco. Eran amigos.

Un día Miquel supo, o decidió, vaya uno a saber por qué, que sus amigos lo querían matar. Y llevó al tercero a su casa. Y el martillo, y el fuego quemando la casa pira funeraria. Y el revólver en el papel de diario, y la caminata decidida hacia la casa, el taller de zapatos del Ruso.

Cuando el Ruso volvió a la vida, después de meses y meses de caminar, mudo y sordo, por los pasillos del “loquero”, pudo contarlo.

Le vio cara rara, más que de costumbre, cuando entró al taller donde él estaba poniendo tacos a unas botas. Y, sin contestar a su saludo, abrió el papel de diario y le gatilló dos veces el revólver, apuntando a la cara.

Las balas eran viejas, o al Ruso lo protegía un ángel, porque no salió ninguno de los dos tiros y él supo que no era una broma. Que Miquel venía a matarlo.

El Ruso, bajo y fornido como un oso. Miquel, alto y flaco, pero loco. Rodaron peleando, uno por su vida y el otro por la ajena, mientras las cuatro balas que quedaban en el revólver cavaban agujeros en el revoque de las paredes y el silencio de la siesta.

Unos vecinos ayudaron a reducir al loco y, entonces, me dijeron, José, el Ruso que era polaco, comenzó a llorar a alaridos; hasta que cerró la boca y dejó de atender lo que sucedía a su alrededor, por muchos meses.

Los muchos, muchos meses que tuvieron que pasar hasta que preguntó por el tercero. Porque él, de alguna manera, ya sabía lo sucedido, desde el momento mismo en que Miquel comenzó a dispararle.

Eran tres hombres. Tres amigos llegados en el mismo barco. Uno recuperó el habla y nunca más quiso hablar de lo sucedido. Otro seguramente se sumergió para siempre en su soledad, en el asilo para dementes. El tercero murió a martillo y traición, sobre una cama.

Pero lo que más recuerdo de esa tarde en que la muerte y la locura se me hicieron tan presentes, tan imprevisibles, tan bestias feroces que me dejaban sin defensas, son las tres mujeres en aquella esquina.

La que no sabía que era viuda, la que no sabía que era huérfana, y la que sí sabía y, a su manera, postergaba una muerte haciéndolas reír.

Reseña de su último libro «A tumba abierta«.

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Todos los derechos del relato son de Raúl Argemí.

El hospital. David de la Torre. 2016

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David de la Torre

Mi madre siempre me decía que un hospital es el lugar con más enfermedades por metro cuadrado del mundo. Y razón no le faltaba. Salvo que, en ésta ocasión, el más enfermo de todos los pacientes que hubiera en aquel lugar acababa de entrar por la puerta principal, sorteando la absorta mirada del guardia de seguridad. Un tipo francamente detestable, no sólo por su aspecto sino por llevar sobre los hombros una mirada de superioridad mayor que la longitud de su porra. Posiblemente, algún centímetro a lo largo de su orondo cuerpo echaría en falta. Ojalá hubiera sido aquel tipo pero no, desgraciadamente. La única bala que me quedaba no iba destinada a ser aplastada por su cerebro al entrar estrepitosamente. Otro tipo aguardaba su destino sobre una cama de aquel hospital.

Conocía su rostro, su fotografía, su altura, peso, color de pelo… todo sobre él y, sin embargo, jamás había intercambiado ni una sola palabra. No conocía su tono de voz, si estaba casado o tenía algún amante oculto en el armario. Ni siquiera si había salido de su interior. Quien sabe, en éste trabajo, no se congenia con el trabajo. No debe importarte. O al menos, disimula.

Tenía en un papel apuntado el número de habitación y que dos guardias civiles custodiarían la entrada. Así que busqué el vestuario masculino cuando no hubiera cambio de turno. Y entré. Un dato curioso: quien encargó el trabajo conocía el hospital como si lo hubiera diseñado él mismo. Cada pasillo, cada recodo, el archivo, los sótanos, etc. Aquel lugar era su casa y ahora se la iban a arrebatar como quien arranca una flor de su maceta, sin contemplaciones y despellejando la raíz desde el interior. El asunto era muy sencillo: “Llegas al vestuario y te vistes con el uniforme que verás en la única taquilla abierta. Entre las diez y las doce. Dentro verás una carpeta y una tarjeta de identificación. La habitación está en la sexta planta, infecciosos, así que nadie entrará en la habitación contigo, y menos los guardias. Te identificas y dices la frase que pone en esa nota que sostienes con los únicos tres dedos que te ha dado Dios, pero con buena entonación ¿de acuerdo? Al entrar, localiza un cubo amarillo de desechos peligrosos y, dentro, encontrarás el arma con silenciador. Le pegas cuatro tiros y te marchas. El paquete estará sedado así que no habrá escándalo alguno”.

Lentos pasos se escuchaban saliendo del vestuario. Un doctor con uniforme y carpeta bajo el brazo comenzó a caminar el largo pasillo aséptico y solitario de la primera planta. Llegó a los ascensores y saludó sin mucho afán. No sentía temblor en las manos ni arrepentimiento por lo que iba a hacer. El ascensor subía con ligereza mientras escupía a sus ocupantes en distintas plantas. En la quinta ya nadie quedaba en su interior. Tan sólo una persona con uniforme y carpeta bajo el brazo. Planta sexta, infecciosos. Las puertas metálicas se abrieron con lentitud mientras una pegatina redonda y roja era colocada en un lateral de su pecho, sobre el uniforme. Hacia la derecha pudo observar una pared blanca e impoluta con un cartel de vivos colores y nubes dibujadas. Debía tratarse del anuncio de algún medicamento al que no le prestó demasiada atención. Tenía otras cosas que hacer. A la izquierda, una garganta de cemento cuadrada se alargaba vertiginosamente hacia el horizonte. Al fondo, dos soldaditos de plomo vestidos con trajes verdes mostraban la habitación donde yacía el paquete.

Caminó despacio. Nadie en los pasillos. Nadie en el punto de control. Nadie. Sus zuecos blancos emitían un sonido rítmico cuyo eco resonaba por todo el corredor. Entonces llegó frente a los guardias civiles que custodiaban la puerta, se acercó a uno de ellos y se identificó. La puerta se abrió con pesadez ya que su grosor debía cumplir ciertas normas de seguridad contra incendios. Entró y cerró con la espalda. Silencio. Su mirada acarició cada lateral de sus cuencas, mirando de un lado al otro en busca del cubo amarillo. Al detectarlo, afinó el oído: tan sólo escuchó una leve respiración. Si, al otro lado de la cortina debía encontrarse el paquete. En menos de tres minutos cumpliría su encargo, se embolsaría la pasta y saldría del país en el primer vuelo disponible.

Caminó despacio hasta el cubo, lo abrió y sacó el arma con silenciador. Apuntó a la cortina y la abrió con fuerza. En ese momento, un chasquido vibró en la nuca del tipo vestido de uniforme y carpeta bajo el brazo. Segundos después, la puerta de la habitación se abría con gran escándalo y del interior emergió un hombre aterrado con la cara roja. Los guardias le sujetaron en un intento de entender que quería decir, pero él no paraba de gritar e impregnar de sangre el uniforme de los agentes. Estos, al ser conscientes de donde se encontraban, huyeron al punto de control para solicitar auxilio ante una posible contaminación pero no encontraron a nadie allí. Uno de los guardias llamó por teléfono solicitando instrucciones y, en menos de veinte minutos, un grupo de varias personas escondidas bajo trajes de buzo cerraron la planta con los dos guardias en su interior.

Para cuando miembros de la Policía Nacional se personaron en el hospital, todo estaba bajo control. Salvo un pequeño detalle: no había rastro del tipo vestido de uniforme y carpeta bajo el brazo. Una de las Inspectoras destinadas al caso entró en aquella habitación cuando ésta quedo libre de riesgo por infección y observó con espanto cómo el paciente que la ocupaba fue asesinado, yaciendo sobre la cama. Sin embargo, un detalle llamó su atención. Inmediatamente se giró a su compañera y le dijo:

Se ha escapado.

Ella la miraba con espanto. ¿Qué quería decir? Entonces la Inspectora señaló una de las manos de la víctima y le pidió que contara. Ella contó hasta tres dedos.

Venían a por él. Y lo sabía. Apuesto a que el sicario se disfrazó de falso doctor, llegó a entrar en la habitación y localizó el arma en ese cubo de ahí, donde la devolvió al disparar. El paciente le esperaría detrás y le partió el cuello. Estoy segura que, cuando su cuerpo cayó al suelo, el paciente le sujetó, salvando la distancia justa para no provocar ruido alguno y que entrasen los Guardias Civiles. Le colocó sobre la cama, le desnudó y se vistió con sus ropas de falso doctor. Se intercambiaron mientras el sicario, vestido de enfermo terminal, emanaba sangre como un cochino. El paciente se manchó las manos de sangre, la cara y el uniforme de doctor y salió gritando.

Con todo el escándalo los guardias no le reconocieron y junto al dispositivo que se activó después contra contaminación… se nos ha escapado.

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Puedes ver más relatos suyos en su blog:

 https://davidverdejoblog.wordpress.com/

Mala vida.

Paco_Gomez-Escribano_Josevi_Blender    Por Paco Gómez Escribano.

Ilustración de Rosa Romaguera.

Buscarse la vida es agudizar el ingenio y, aunque lo hagas, no estás libre de que la vida se te venga encima y te aplaste como si te hubiera pasado por encima un trailer cargado de piezas de acero. En el barrio había que tener cuidado.

Cuidado con la pasma.

Cuidado con los que mandaban.

Cuidado hasta con los jodidos colegas envidiosos.

A veces utilizabas las piernas para patear. Otras, para correr y evitar que te las partieran. Dicen que el cerebro está para pensar, pero a veces el cerebro se desconecta, sobre todo cuando tienes un monazo del quince y te metes un buco de jaco de sospechosa procedencia, porque hasta para eso tienes que tener cuidado, no sea que te den caballo adulterado y acabes tirado en una acera oliendo a carne podrida.

El Viky no era más tonto ni más listo que cualquiera de los chavales del barrio. Estaba enganchado, como todos, pero se buscaba bien la vida. Se apoyó en la pared frente al banco Central de la calle Etruria y encendió un pitillo. Había que esperar a la pardilla. En este tipo de trabajos era más fácil que la víctima fuera una mujer que un hombre. Tras media hora de espera, su colega el Mono, que paseaba inquieto por la acera de enfrente, le hizo una seña que en el lenguaje de signos venía a significar: «¡estoy hasta los huevos! ¿Cuánto tiempo más vamos a estar aquí, joder? ¡Tengo que meterme!».

El Viky le contestó utilizando el mismo canal de comunicación: «¡Te jodes, maricón! Si no quieres dar el palo, te jodes y te abres, pero a mí no me toques más los huevos».

El otro entendió perfectamente y tras pensárselo unos segundos decidió quedarse. El Viky encendió otro cigarro justo cuando una mujer aparcaba un R-12 frente al banco en doble fila. Tiró del freno de mano, apagó el motor y salió del coche con el bolso en la mano. Echó la cerradura y se dirigió al banco. El Mono sonrió al Viky desde la acera de enfrente, dejando ver una fila irregular de piños ennegrecidos por la mala vida.

-Sí, gilipollas, sí, es la pardilla -masculló el Viki escupiendo la colilla del cigarro.

El Mono se dirigió hacia el coche, extrajo del bolsillo de su pantalón de pitillo un estilete automático y lo hundió en el neumático trasero del lado del conductor. Tenía que ser ese y no otro, ya lo sabía de otras veces. Después volvió a su puesto.

Cuando la mujer salió del banco, aún iba guardando la cartilla gris, de la que sobresalían unos billetes nuevos, en su bolso. Abrió la puerta del coche, tiró el bolso hasta el asiento del copiloto, montó, cerró y arrancó. Encendió la radio antes de meter primera. El locutor se quejaba de la inseguridad ciudadana y de lo poco que hacía el Gobierno para acabar con las bandas de delincuentes que poblaban los barrios de la periferia.

El R-12 empezó a andar y ella notó algo raro. Al coche le costaba avanzar. Aun así giró por la calle Troya, pensando que quizás debería llevarlo al taller para que le hicieran una revisión.

-¡Esta tía es gilipollas! -gritó el Mono-. ¿Pero es que no se cosca de que lleva la rueda pinchá?

-¡Calla, coño, que parece que vas anunciando el palo en voz alta! -gritó el Viky-. ¡Calla y corre, que se nos escapa la pardilla!

Ambos doblaron la esquina y empezaron a caminar a paso ligero mirando para todas las direcciones. Sus cuerpos, escuálidos, eran como dos juncos que hubieran cobrado vida. El Viky cruzó la calzada en diagonal para cambiarse de acera. Los dos siguieron caminando deprisa, como dos lobos acechando a una presa.

La mujer, finalmente, ante la negativa del coche a circular normalmente, paró y bajó con la esperanza de descubrir la causa del anómalo comportamiento del vehículo.

Que el Viky caminara por la acera de la izquierda no era un hecho elegido al azar. De los dos, era el que tenía una fisonomía más presentable. El Mono daba miedo hasta a su madre. Sonrió a la mujer, procurando aparentar naturalidad.

-Tiene una rueda pinchada, señora -le dijo a la dueña del coche con la mejor de sus sonrisas-. Es la de atrás -continuó la farsa señalando la rueda.

-Es verdad -dijo la mujer, que ya veía al joven rubio cambiándole la rueda, porque ella en cuestión de gatos y de tuercas…

Se agachó para comprobar el estropicio. En ese momento, el Mono abrió la puerta del copiloto, en el lado contrario al que se encontraba la mujer, y se hizo con el bolso. Echó a correr calle abajo perseguido por el Viky.

La mujer no se dio cuenta inmediatamente de la argucia de los dos chavales para robarle el bolso, pero cayó en la cuenta de lo ingenua que había sido antes de que ellos doblaran la esquina de Troya con Ilíada y empezó a gritar.

-¡Socorro, me han robao el bolso, me han robao el bolso! ¡Al ladrón, al ladrón!

Mientras gritaba tirándose de los pelos, una mujer y un hombre, ambos de mediana edad, se acercaron para socorrerla.

-¿Dónde está la Policía cuando se la necesita?

-Yo soy policía -dijo el hombre- y he visto lo que ha pasado. No se preocupe.

El policía, que en ese momento no estaba de servicio, echó a correr detrás de los dos yonquis, que parecían estar haciendo la prueba de los cien metros en las olimpiadas, solo que en la calle Ilíada.

-¡Alto, Policía! -gritó. Y en ese momento echó de menos su pistola reglamentaria.

El Mono se agarraba al bolso de la mujer como si fuera la última cosa que le enganchara a la vida. El Viky solo pensaba una cosa: «¡Corre, corre…!».

La fatalidad, desde la perspectiva de los dos yonquis, hizo que un coche zeta saliera de la calle Lucano y doblara por Ilíada frente a ellos. Lo rebasaron. Fue una bendición, sin embargo, para el policía fuera de servicio, que ya iba con la lengua fuera como consecuencia de la persecución. Blandió su placa a los compañeros que, tras una breve explicación telegráfica, comprendieron la situación. Entre que el hombre se montó en la parte de atrás del coche y que tuvieron que maniobrar para tomar el sentido contrario, los delincuentes cobraron cierta ventaja. Doblaron la esquina de Ilíada con Las Musas, y conscientes de esa ventaja decidieron actuar. Aunque pueda parecer ciencia ficción a los ojos de un profano, en menos de un minuto el Viky abrió un catorce-treinta con una tonta, tiró de los cables de debajo del volante y le hizo el puente. Cuando salieron a toda velocidad, el coche patrulla estaba casi pegado a ellos.

-¡Alto, Policía! ¡Alto o disparamos! -escupía el altavoz del coche zeta.

El Mono respondió sacando medio cuerpo por la ventana del copiloto y, empuñando un revólver, precisamente sustraído a un policía en un robo, empezó a disparar.

Una huida a tiro limpio. El vehículo de la Policía zigzagueó, rozando sus laterales con las dos filas de coches, pero aun así, el policía que iba de copiloto respondió a tiros con su arma reglamentaria. El Viky pisó el acelerador a fondo y dio la curva de la iglesia en dos ruedas, cobrando una relativa ventaja. El policía avisó por radio de las incidencias. No hizo falta dar una descripción detallada de los delincuentes. El Viky y el Mono eran más conocidos en el barrio que el bigote de José María Íñigo en televisión.

-¡Dale, caña, Viky, dale caña, que nos fríen!

-¿Qué crees que estoy haciendo, capullo?

Mecagüen la hostia, tronco, qué puta mala suerte -dijo el Mono mientras sacaba la cartilla del banco del bolso de la pardilla-. ¡Joder, la pava ha sacado cien talegos, colega! ¡Cien talegos!

-Sí, de puta madre, pero ahora tenemos otro problema. Los maderos habrán llamao por radio y a estas horas seguro que toda la pasma de San Blas sabe que vamos en un catorce-treinta rojo, que hemos atracao a la pava y que hemos salido de najas a tiros. ¡Su puta madre, qué puta mala suerte, joder!

-¡Dale, caña, Viky, dale caña, que nos joden!

En las proximidades de la calle Boltaña, otro coche patrulla giró desde una bocacalle situándose justo enfrente del catorce-treinta. El Mono disparó y la luna delantera del coche zeta saltó por los aires en mil pedazos. Después, aún tuvo tiempo de girar el brazo ciento ochenta grados y disparar las últimas balas sobre el coche que les perseguía.

Mecagüen la hostia, nos hemos quedao sin balas, tronco! ¡Su puta madre!

El Viky se abalanzó sobre el coche que venía de frente. Estuvieron tan cerca, que pudo ver la «cara de acojone» de los dos policías antes de hacer un trompo y esquivarlos, introduciéndose por una pequeña calle que iba a dar a la Avenida de Aragón.

-¡De puta madre, tío, de puta madre! -exclamó el Mono bañado en adrenalina.

El Viky pisó el acelerador saltándose todos los semáforos hasta el desvío de la carretera de Barcelona. Tomó la autopista.

A esas horas, las emisoras de la Policía echaban humo. El comisario de San Blas, un hombre ya entrado en la sesentena y al que las bandas de delincuentes le estaban dando más disgustos que un hijo en paro, sudaba como si estuviera en pleno desierto. Se encontraba solo en su despacho, pero sus voces se escucharon hasta en el mercado, situado frente a la comisaría.

-¡Me cago en mis muertos! ¡Hijos de la gran puta! ¡Hijos de perra!

No se lo pensó dos veces. Marcó el número de un despacho de la Comandancia de la Guardia Civil de San Fernando de Henares. Mantuvo una breve conversación con su interlocutor, un viejo amigo.

-¡Me tienen hasta los huevos!

-¿Estás seguro de lo que me pides?

-¡Sí, joder, sí! ¡A matar!

Colgó el teléfono, se secó el sudor de la frente y echó un trago de la petaca de coñac que escondía en el cajón de su mesa.

-¡Hijos de perra! -bramó-. ¡Hijos de perra!

En la carretera de Barcelona, a la persecución se sumaron otros dos coches de Policía. Ya no había intercambio de disparos, estos iban en un solo sentido. La carrocería del catorce-treinta iba pareciéndose cada vez más a un queso Gruyer.

-¡Deprisa, deprisa, Viky!

-¡Cállate ya, cojones, que me tienes hasta el nabo!

Los dos yonquis iban sorprendentemente ilesos.

Fue el Mono el primero que los vio. Apostados en el puente de San Fernando y empuñando metralletas, un grupo de guardias civiles distribuidos estratégicamente los estaba apuntando.

-¡La hostia, tío, la hostia!

-¿Y ahora qué coño te pasa?

-¡Los picoletos, tío, en el puente! ¡Me cago en su puta madre! ¡Para, para, tío!

-¡La madre que los par…!

Las ráfagas sonaron como un estallido de esperanzas mudas. Los guardias acribillaron al catorce-treinta que, tras serpentear por los dos carriles como una marioneta sin control, dio varias vueltas de campana y saltó por encima de los guardarraíles de la carretera.

Después, el silencio.

Tras quince minutos, las sirenas de las ambulancias, las de varios coches más de la policía y de la guardia civil parecían querer romper la barrera del sonido.

El barrio está como siempre. El fracaso está impreso en cada esquina. Es primavera, pero lo único que florece por cada calle es la tristeza. La esperanza se esconde por las rendijas de un asfalto que cruje a cada pisada, que asesina sin tregua cada suspiro y levanta aromas de rosas de espinas.

En el barrio, el amor está en cada esquina, debajo de una farola del parque donde dos yonquis se abrazan porque no hay nada a lo que aferrarse, salvo a la esperanza dormida que generan las dudas. Es temprano, ya ha amanecido. Sentado sobre el murete que rodea un sucio parterre lleno de botes de cerveza y chutas usadas, el Viky los mira desde la tranquilidad que le otorga el chute que acaba de meterse con el dinero de una sirla que ha dado en el Metro. Ha pasado un año desde que el Mono murió desangrado como un perro en la cuneta de la carretera de Barcelona. A él le ha quedado como recuerdo una cicatriz que baja como un meandro enloquecido desde su ojo derecho hasta debajo de la nuez. Se libró por los pelos. Cuando se mira en el espejo ve a un monstruo con la cara deformada. Si habla, la gente le mira como si fuera un despojo.

Está muy desmejorado.

Tanto, que ya no puede buscarse la vida como antes.

Tanto, que ha tenido que hacerse confite de la pasma para asegurarse algunos chutes.

Tanto, que cualquiera de los manguis del barrio le da una paliza de vez en cuando por chivato.

El Viky se levanta y camina. Desde el incidente también arrastra una pierna. Los yonquis que un minuto antes se estaban besando bajo la farola ahora se pelean. Ella le dice a él algo muy feo y él la abofetea. El Viky no hace caso, continúa andando. Se lleva la mano a la cintura y palpa la culata de una pipa robada la noche anterior en un bar de la calle Amposta. En el bar venden cervezas, vinos, heroína y sí, también pipas.

El Viky vuelve al banco Central, el mismo en el que empezó la ruina de su vida. Esta vez no va a esperar a una pardilla. Entra en el banco y apunta a todo el mundo.

-¡Esto es un atraco y al que se mueva le reviento los sesos! ¡Que no se mueva nadie que estoy mu loco!

Lo dice con una voz tan rasposa y cómica que los clientes y los empleados no saben si tomárselo en serio. Él lo sabe, por eso dispara al techo. En el banco se forma el caos. Las mujeres gritan, los niños lloran, los hombres no saben muy bien que hacer. Uno de los cajeros pulsa un botón de alarma con el pie.

Mecagüen mi puta calavera! -masculla el Viky.

Vuelve a disparar al techo.

Vuelven a llover esquirlas de yeso.

-¡Al suelo, joder, todos tumbaos en el suelo o monto aquí una masacre! -grita.

Luego se dirige al cajero más próximo, le pone el cañón de la pipa en la frente y le exige que le dé el dinero en una bolsa. Antes de que el cajero diga nada, se escuchan las sirenas de la Policía. En menos de dos minutos, la puerta de entrada se llena de coches zeta y de policías.

-¡Tú, pringao, vas a salir ahí a la puerta y les dices que como intenten entrar me cargo a to la peña! -le dice al aterrorizado cajero-. ¿Te coscas?

-¿Yo…? Pero, pero…, oiga…

-¡Que salgas, hijoputa!

El cajero hace acopio de valor y sigue las instrucciones. El Viky le lleva hasta la puerta apuntándole por la espalda.

El cajero grita nervioso a la Policía dando el mensaje. Los dos vuelven a entrar caminando hacia atrás.

Un policía habla por un megáfono.

-¡Salga con las manos en alto, está rodeado! ¡Si sale ahora, no le pasará nada! ¡No haga ninguna tontería y todo saldrá bien!

El Viky mira hacia afuera. Apunta a toda la pasma a través del cristal. Está jodido. Lo que le faltaba ahora es ir al trullo, otra vez.

No lo soportaría.

No, otra vez no, y más en el estado en que se encuentra. No podría defenderse.

No, no lo soportaría.

Guarda la pipa entre los riñones y el pantalón vaquero. Levanta las manos y se dirige hacia la puerta. La abre, despacio, y sale a la calle.

-¡Muy bien, chaval, muy bien! -dice el policía del megáfono- ¡Estás haciendo lo correcto! ¡Ahora, despacio, muy despacio, túmbate en el suelo boca abajo con las manos en la nuca! ¡No hagas ningún movimiento extraño!

El Viky obedece con una tranquilidad muy extraña. inicia el movimiento para tumbarse.

Pero solo se agacha.

En ese momento saca la pipa y se lía a tiros.

-¡Hijos de perra, pudriros conmigo en el infierno!

Son sus últimas palabras.

¡Pam, pam, pam…!

El cuerpo del Viky yace en la acera destrozado sobre un charco de sangre. Se ha casado con la muerte a la edad de diecinueve años. Los dos policías que se ha llevado por delante ya estaban casados. Sus mujeres han pasado al estado de viudedad por obra y gracia de la desesperación de un yonqui enloquecido. A sus hijos huérfanos les contarán el día de mañana que sus padres fueron héroes.

A los cincos días, una mujer de unos sesenta años vestida de negro derrama amargas lágrimas bajo un nicho de alquiler en el cementerio de la almudena. Deposita una rosa en el frontal de un nicho en el que se puede leer: «Víctor Santos Espinosa, 1966-1985. R.I.P».

El Viky era el más pequeño de sus seis hijos. Ahora ella está sola. Todos sus hijos han ido muriendo en atracos, en la cárcel o en las aceras con una jeringuilla clavada.

Sus hijos no han muerto en una guerra en la que se lucha por unos ideales.

Sus hijos han muerto en una guerra encubierta, una guerra sucia, una guerra en la que se muere sin dignidad, sin honor. Una guerra oscura y no declarada que todavía no ha terminado. Habrá más bajas, pero ya no serán de su estirpe. Su estirpe ya ha entregado toda la sangre que podía.

La mujer se aleja del nicho con los ojos resecos.

El manantial de sus lacrimales ha tocado fondo.

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Blues del amuleto.

LGM2 Por Luis Gutiérrez Maluenda.

Siento su liviana presencia en el fondo del bolsillo de mi abrigo, suave como la piel de una amante, reconfortante como la caricia de una madre. Me aferro a su presencia mientras cruzo esperanzado la puerta que me devuelve al mundo.

Mi padre me lo regaló al cumplir catorce años. Un negro sin un amuleto que le proteja, lo tiene difícil en este país, me explicó. Supongo que mi desencanto le forzó a aclarar algo que él consideraba obvio. Sea como sea yo esperaba un calidoscopio. Estoy seguro que de no haber muerto al cabo de poco tiempo en una reyerta entre borrachos, mi padre me lo hubiese conseguido, le faltó tiempo.

Fue entonces cuando comprendí que mi padre estaba en lo cierto, un negro necesita un amuleto si quiere sobrevivir, lo incorporé a mi vida y prometí que nunca mas me separaría de él.

Mama Stella Mae, la mujer de mi padre me dijo un día que tenía que visitar a unos parientes en Alabama, que no debía preocuparme si tardaba unos días en regresar, hay un buen trecho entre California y Alabama, me dijo.

Me dejo una cesta llena de comida, hasta se preocupó de preparar tres tarros de compota de ciruelas. Nunca, nadie, ha conseguido preparar una compota de ciruelas como la que hacía Mama Stella Mae.

Del tipo que pasó a recogerla en un Packard del cuarenta y siete, solo recuerdo que tenía una piel que amarilleaba de tan negra y que cuando sonreía mostraba un diente de oro. Eso es algo que nadie me puede discutir porque durante el poco rato que pasó hablando conmigo no paró de sonreír. Yo pensé que cuando fuese mayor también tendría un diente de oro, entonces le enseñe mi amuleto y le dije que ante una pata de conejo, su diente de oro no valía nada. Asintió gravemente y me ofreció diez dólares por ella. No se la hubiese vendido por nada del mundo.

Mama Stella Mae me abrazó muy fuerte y me pidió que me cuidase y creciese rápido, luego se fueron. Hasta que doblaron el recodo del viejo desguace de coches estuve viendo la mano de ella que me decía adiós. Imagino que algo les debió pasar por el camino ya que nunca mas volví a verles.

Al cabo de un tiempo fui a vivir con mi amigo Rabbit. Nadie puede vivir en una casa si no tiene dinero para pagarla.

Rabbit y su familia vivían en una especie de campamento, allí estaban sus padres, once hermanos, cinco abuelas y dos abuelos. Nunca entendí demasiado bien lo de los abuelos ni nadie se molestó nunca en explicármelo. Fueron buenos tiempos aquellos, mi amuleto me ayudó en todo momento, conseguí trabajo con Bledsoe, el repartidor de hielo, un verdadero empresario con carro y un viejo caballo de propiedad y todo. Creo que si hoy aun tengo las manos tan duras es de tanto trajinar hielo. Bledsoe, las tenía aun mas duras que yo, un pescozón de aquel fulano era algo que me hacia desear estar lejos de allí cuando se enfadaba. Ojalá Dios le hubiese dado tanta facilidad para repartir el dinero como los pescozones, al bueno de Bledsoe.

A los diecisiete conocí a Valaida, ella quería ser trompetista de jazz y tocar con la Orquesta de Jelly Roll Morton, visitar Las Vegas, New York y Europa.

Las malas lenguas del barrio decían que esa debía ser la causa de que Valaida se entrenase soplando en todas las pollas del barrio. Yo siempre he creído que el verdadero problema estaba en la piel clara y el pelo casi lacio de Valaida que las otras negras envidiaban, ellas se pasaban la vida intentando conseguir dinero para cremas que les desrizasen el pelo, dormían con redecillas y se lo lavaban con zumo de toronja para estirárselo. Valaida simplemente se peinaba y con el pelo liso y su piel canela suave, casi parecía blanca, la denunciaba el culo, tenía culo de negra y lo meneaba como una negra bien orgullosa de la anchura de sus caderas.

Me enamoré de Valaida y cuando ella aceptó venir a vivir conmigo en la habitación que la vieja Betty nos alquiló, casi lloré de felicidad. Por supuesto no me olvidé de darle las gracias a mi amuleto, lo hice a escondidas porque Valaida decía que eso eran supercherías de negros, creo que lo que realmente dijo fue supersticiones, me contó que las dos palabras eran muy parecidas pero no significaban lo mismo, ella había ido cinco años a la escuela de la iglesia baptista y sabía el significado de muchas palabras que yo desconocía.

Cuando cumplí los veinte, Valaida me regaló un aparato de radio, no se como pudo conseguir tanto dinero, era enorme, de color rojo oscuro brillante y tenía dos grandes botones dorados con los que se podía seleccionar las emisoras y poner la música de jazz tan alta como quisieras. Me dijo que cuando ella consiguiese tocar con la orquesta de Jelly Roll Morton, la podría escuchar bien claro. Fueron los mejores años de mi vida, creo que hasta Valaida empezó a confiar en mi amuleto. Nadie en su sano juicio podía dudar de su eficacia.

Una noche, después de hacer el amor me dijo: Papi, -ella siempre me llamaba así cuando estaba cariñosa conmigo- escúchame porque es importante, tu nena se va a Hollywood, conozco a alguien que me ayudara a triunfar, pronto podrás oírme tocar en alguna orquesta importante, entonces vendré a buscarte y viviremos juntos, tendremos un apartamento en Sunset Boulevard y viviremos como los blancos.

La idea no me gustó, le dije que me iría con ella, que en Hollywood la gente también debía necesitar hielo, que necesitaría a alguien que la cuidase y ganase algo de dinero mientras ella triunfaba. No quiso ni oír hablar del asunto.

Le ofrecí mi amuleto y me dijo que debía quedármelo yo, que quizás a ella no le funcionase tan bien como a mí y pensé que seguro que tenía razón. Era por ese tipo de cosas que ella tenía que nadie me convencería de que Valaida no era la mejor mujer para un hombre.

Dos meses después de irse recibí una postal de mi chica, era una fotografía de Sunset Boulevard, me decía que me añoraba, que no la olvidase y que en colores la calle todavía era mas bonita que en la fotografía. Luego ya no volví a recibir mas noticias suyas.

Pocos días antes de cumplir los veintidós me metieron en la penitenciaría del estado acusado de homicidio con atenuantes, los atenuantes fueron que el tipo que me acusó de tener demasiada suerte con los dados fue quien empezó la pelea, cuando le conté que tanta suerte era cosa de mi amuleto, se rió e intentó romperme una botella de bourbon vacía en la cabeza; yo me defendí como pude y ya he contado que por trajinar tanto hielo tengo las manos muy duras, además el tipo cayó mal y se rompió el cuello. El otro atenuante fue que el muerto también era negro, por tanto solo me cayeron quince años y como siempre me porté bien, ahora salgo con solo doce años cumplidos.

Aquí en la penitenciaría, hace tres años ya, teníamos un aparato de televisión, parecía cosa de magia poder ver todas las cosas que pasan por el mundo como si estuvieses allí mismo y no encerrado entre cuatro paredes con rejas. Yo cuando actuaba una orquesta de jazz importante me fijaba bien, siempre esperando ver a Valaida; un día vimos a la orquesta de Jerry Roll Morton y ella no estaba allí, en las otras orquestas que actuaron aquel día y otros, tampoco. Y yo no siquiera tenía mi amuleto a mano para pedirle que le diese suerte a Valaida, los guardas me lo quitaron cuando entré, me dijeron que no me preocupase que al salir me lo devolverían.

Hoy, por fin, he podido recoger el sobre con mis cosas, lo primero que he hecho ha sido acariciar mi amuleto, ha perdido algo de pelo y tiene un aspecto algo polvoriento, pero eso no es importante para mí, al fin y al cabo todos envejecemos.

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Ilustración  Rosa Romaguera

Ahora, al cruzar la puerta de la calle y dejar atrás la penitenciaria, medio cegado por el sol de mediodía, meto la mano en el bolsillo de mi abrigo y lo siento suave como la caricia de una amante, reconfortante como la mano de una madre y le doy gracias al buen Dios por hacer que mi padre me regalase un amuleto en lugar del calidoscopio.

DE LOS PERIODICOS, SECCIÓN SUCESOS.

En la tarde de ayer, un absurdo suceso acaecido en Harlem, se saldó con tres fallecidos.

Los hechos se produjeron en el momento en que un hombre ciego, de raza negra, armado con una pistola comenzó a dispararla indiscriminadamente apuntando en dirección a las voces que oía. Un ciudadano, también negro, de nombre James Earl Gattling que estaba sentado en un banco leyendo un periódico fue el principal damnificado ya que recibió dos balazos en el pecho y murió mientras una ambulancia le trasladaba al hospital. El enfermero que le atendía manifestó que sus últimas palabras fueron: Me gustaría que alguien le entregara mi amuleto a Valaida.

El amuleto en cuestión era una de esas patas de conejo a las que tan aficionados son la gente de color.

Los testimonios recogidos por la policía entre los testigos presenciales del luctuoso suceso, no aclararon las razones por las cuales pudo producirse el tiroteo: El homicida manifestó que él disparaba contra un tipo que le había abofeteado en el metro, sus palabras textuales fueron: “Y que quiere que le diga, yo no escogí nacer ciego”.

Otros testimonios fueron el de una muchacha de color que paseaba arriba y abajo por la acera: “Eso es cosa de ese jodido calor que nos está volviendo locos a todos”.

Un reverendo de Los Nuevos Creyentes Africanos que presenció los hechos manifestó: El Señor es infinitamente clemente pero no puede ignorar la maldad que hoy en día se enseñorea de las calles de Harlem, lo que ha sucedido hoy no es mas que una muestra del castigo que el Señor puede infligirnos, los pecadores deberían tomar nota”.

Una matrona que salía del supermercado vecino y que vio al ciego subir las escaleras del metro empuñando la pistola manifestó: “Creo que le conozco, es un tipo que vive en la calle 125, está casado con una de esas mulatas de piel casi blanca y ojos amarillentos que se va con cualquier blanco que la invite a una cena, el postre lo pone ella; imagino que el pobre ha enloquecido, es lo que tienen esas negras de piel clara”, en el momento de esas manifestaciones un hombre joven apuntó su opinión en los siguientes términos: “Ya le gustaría a tu marido que te parecieses a ella, aunque solo fuese un rato cada noche”, lo cual a pesar de no poder considerarse una declaración estrictamente relacionada con el suceso concitó el interés de todos los presentes, especialmente de los masculinos quienes intercambiaron datos mas o menos relacionados con la personalidad de la posible esposa del ciego.

Mientras los hechos relatados sucedían en Harlem, la cantante y trompetista Valaida Snow era liberada del campo de concentración nazi donde había sido internada a raíz de una de sus frecuentes giras por Europa, concretamente en Dinamarca, a su regreso a América obtuvo contratos en New Jersey y California, grabando asimismo discos para los sellos Cheess y Bel-tone, estas fueron de hecho las últimas grabaciones que efectuó a su nombre con el acompañamiento de la orquesta de Billy Mason.

Anteriormente había grabado discos en Londres mientras era la estrella de la revista “Blackbirds”, también había grabado con las orquestas de Earl Hines y los “Washboard Rhythm Kings”, antes de trasladarse a Hollywood y rodar las películas “Take it from me” e “Irresistible you “, a partir de ese momento su carrera se desarrolló principalmente en Europa, -quizás debido a su matrimonio con el critico belga André Hennebicq, tras enviudar del famoso bailarín Ananías Berry -, donde grabó diversos albumes. Su carrera comenzó en Atlantic City y Filadelfia, aunque alguno de sus historiadores sitúan sus primeros pasos como amateur en California posiblemente en Hollywood, aunque eso es algo que nunca ha sido probado.

A su regreso a New York, Valaida Snow no llegó a enterarse que cerca de su domicilio, en una fosa común reposaban los restos mortales de un tipo llamado James Earl Gattling, y por supuesto nadie le hizo entrega de la pata de conejo que siempre le acompañó desde que su padre se la regalara, y le concedió la buena fortuna que gozó durante su vida en este mundo y que nos vuelve locos a todos.

Probablemente no la hubiese reconocido de haber llegado a su poder.

ESTE RELATO ESTA DEDICADO A LA TROMPETISTA Y CANTANTE VALAIDA SNOW, A CHESTER HIMES Y A UN TIPO QUE TENÍA UNA PATA DE CONEJO.

Nota del Autor.- Los periódicos de la época no aclararon si James Earl Gattling llegó a conseguir un diente de oro.

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Entrevista a Luis Gutiérrez Maluenda

Los retratos de Luis han sido realizados por Rosa Romaguera